Capítulo I ▪ Parte I

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El repiqueteo del metal contra el metal taladraba incesantemente sus oídos. Su corazón se aceleró hasta ir al ritmo de aquel sonido, cada vez más ansioso, más aterrado. Las piernas le flaquearon y cayó de bruces al suelo, sin poder moverse un ápice. Todo su cuerpo era un caos. Alzó la vista, lo único que no se encontraba en parálisis, hacia los Varones, que no le habían visto aún. Y no llegaron a verle, pues no pararon en su cabalgar y desaparecieron en la lejanía.

Era mentira, era una maldita mentira. Estaba vivo, y esa niña había resultado una farsante.

—Embustera, —escupió, con un rostro de angustia y el más despreciable de los ascos—, no eres más que habladurías. —Se levantó, aún sus piernas temblando, y se irguió para intentar recuperar la compostura y el poco orgullo que aún residía en él. Ni siquiera se iba a molestar en ayudarla, no quería llevar a tremenda mentirosa al pueblo. Un momento, el pueblo. Los Varones habían tomado rumbo al pueblo.

—¡Maldita sea! —gritó, y echó a correr lo más rápido que pudo para advertir a los residentes. Debía hacer algo, o nunca se lo perdonaría.

Podría parecer una estupidez, que solo cinco hombres representasen un peligro para toda una civilización, pero no era tan sencillo. Ellos solo estaban ahí para dirigir al ejército que pronto llegaría, los cientos de hombres que arrasarían con tierra, mar y aire. Eran los mejores estrategas, y los que anunciaban el apocalipsis —como los cuatro jinetes, solo que esta vez iban acompañados de Satanás—. Su mera presencia infundía terror, y hacía que se formase un caos dondequiera que se tuviese constancia de que pasarían. Nadie se atrevería a tocarles, por pánico a las represalias.

—¡Mierda, no llegaré a tiempo! —se dijo a sí mismo para obligarse a continuar, para moverse y decirles a todos que lo que él había vivido... estaba a punto de ocurrir de nuevo.

Cuando divisó por fin tejados, se alivió: aún no habían llamas. Continuó esperanzado su carrera, y cuando separó los labios para pronunciar el primer grito, escuchó un estruendo que le hizo parar en seco.

—¡Vienen los Varones! —oyó después, y toda la villa fue consumida por el silencio.

¿Qué ocurría? No había sido él. No había soltado ese grito su garganta. Y no se oía nada, ni el repiqueteo de los cascos de caballo. El silencio habría sido absoluto de no ser porque su corazón amenazaba con salir despedido de su pecho de manera irremediable.

Sacudió la cabeza y caminó con sigilo y cautela, entrando al pueblo. La gente asomaba por los balcones y ventanas expectantes, con las manos en el pecho algunos, y otros casi sin pestañear. Algunos reparaban en su presencia y le miraban con auténtico pavor, buscando en él una solución que no existía.

—¡¿Qué hacemos?! —preguntó una niña que había salido de una casa de aspecto descuidado, corriendo hacia él—. ¡Mamá dice que tú sabes, que nos ayudarás!

Aquellas palabras se le clavaron en el pecho como dagas. No era más que un niñato, ¿cómo podía salvarles si apenas había logrado salir con todas las extremidades aquella fatídica vez? Los ojos de aquella cría brillaban viendo en él una salvación, una expectativa que no podía cumplir, y aquello dolía. Dolía porque veía a su pueblo reflejado en ella.

Se inclinó y colocó la palma de su diestra sobre la cabeza de la niña, proporcionándole un último consuelo, rezando para que se salvase.

—La única solución... —habló mientras se alzaba— ¡es huir! ¡De nada servirá luchar contra ellos! Coged todo lo que os sea estrictamente necesario para embarcar...

—¡De eso nada! —le interrumpió un joven bastante bien formado, cubiertos sus brazos por tatuajes que estaban desgastados por heridas de guerra. Un militar, pensó Gareth.

—Eso mismo dijeron los míos. Y ya te imaginas el resultado, ¿no? Mátate si quieres, pero no lleves a la tumba a los demás —le rugió, entrando en cólera.

Se dio media vuelta y echó a correr al lugar donde se estaba hospedando por el camino más largo, gritando y haciendo correr la voz para que todos salieran de sus casas y se fuesen lo más lejos posible de allí. Cuando arribó en su destino, le dolía la garganta a horrores. Y ya se oía el murmullo de guerra como banda sonora, el sonido de cientos —o incluso miles— de personas ondeando una misma bandera y haciendo un estruendo ensordecedor. Llegarían en cuestión de minutos.

Cogió la pequeña maleta que no había deshecho desde su viaje con la esperanza de poder regresar pronto, y salió de allí a toda prisa. Bajó las escaleras y le hizo un gesto de saludo al amable dueño del motel, que le observaba con una mirada sincera que quería darle la mayor de las suertes. Y él hizo lo mismo. Sabía que no saldría, que permanecería en su hogar hasta la muerte, y que lo haría luchando por lo que era de su familia desde hacía generaciones.

Cuando abrió la puerta los chillidos hicieron que se estremececiese. Corrió en la dirección opuesta a éstos, pegado a las paredes y con sigilo. Se adentró en un callejón y buscó cobijo tras una pila de cajas, y tuvo suerte, porque un hombre montado a caballo galopó a toda prisa por la avenida principal, disparando sin objetivo aparente.

¿Dónde estaría aquella pequeña mentirosa? No podía evitar preocuparse, a pesar de casi haberle matado del susto. ¿Habría escapado de locos como con el que se acababa de cruzar? Si se teletransportó al futuro seguro que sí. Qué estupidez, tenía que centrarse en lo que realmente le importaba: ¿Cómo saldría de allí sin una confrontación? Era una buena pregunta, para la que no tenía respuesta.

Se sentó en el suelo y pensó durante unos segundos. ¿Y si...? Aquel tipo le había dado una idea descabellada, pero tal vez podía funcionar.

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⏰ Última actualización: Jun 03, 2015 ⏰

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