Prólogo: Corazones de hielo.

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Se llevó una mano a la sien y la frotó enérgicamente, para luego soltar un vaho al aire, con el frío calándole hasta los mismísimos huesos. Resopló y, tras un tosco giro sobre sí mismo, continuó su andanza.

País de Crord, al norte del mapa. Uno de los lugares más hermosos, impertérritos ante las gélidas temperaturas. A Gareth le recordaban a su tierra natal al otro polo del planeta: Eqantra. Por esa razón se encontraba allí, porque Eqantra ahora era una ciudad perdida en el mapa, uno de los muchos lugares desfavorecidos ante el alza de los Varones. Su alma, destruída y moribunda, le había llevado a cruzar los mares, arrastrando consigo el último ápice de voluntad que en su cuerpo aún anidaba, en la búsqueda de la esperanza perdida.

Aquel pueblo, aquella gente le había hecho un hueco en su pequeño mundo, le habían acogido como a muchos otros desafortunados, y ahora él se sentía en deuda. Los consideraba su tierra, sus hermanos, a los cuales defendería hasta morir.

—¡Tú, enano! —farfulló una vieja subida a un carro en cuyo camino se encontraba el chico—, aparta, o juro por los Peones que te paso por encima.

—Claro... por los Peones —murmuró, y con suma lentitud para hacer molestar a la mujer, se retiró a un lado de la calzada. Había dicho que lo habían acogido, pero no que todos lo trataban bien.

Recordó viejas historias sobre el Cabo de los Peones, esa ya antigua leyenda sobre unos piratas del centro del mundo, que decían haber nacido bajo la fortuna del fuego y la fiereza de la erupción de un volcán sobre sus cabezas. Los mayores solían maldecir y jurar por ellos, pues eran venerados como dioses, a pesar de que nunca fue comprobado si de verdad esos hombres existieron alguna vez.

Continuó con su habladuría mental hasta abandonar el pueblo, tocando así las vastas tierras vírgenes y vacías de la nada: los Territorios de la nieve, o simplemente, un montón de agua congelada que formaba blancos mantos de pureza y que se extendía por el horizonte, adornado por más blanco en el aire, luz que caía al suelo y hacía imposible la vista a aquellos que deseaban divisar algo que se encontrase a más de cinco metros de su posición. Pero no había que alarmarse, al menos no con brújulas en mano. Siempre se tenía que buscar el norte para retornar, era tan simple como eso. Por ello, Gareth no tuvo miedo al seguir andando hasta solo escuchar el silencio y los latidos de su vivo corazón. Cerró los ojos y continuó a ciegas.

—Cuando cante la princesa, os osará despertar. Cuando llore el ruiseñor, osará vuestras lágrimas robar, —se escuchó en la lejanía una suave voz, una triste melodía acompasada de una niña que suplicaba.

Gareth abrió los ojos consternado, y también con una ligera sensación de malestar recorriendo cada palmo de su cuerpo. Debía estar loco, no podría ser sino delirios—. ¡¿Quién anda ahí?! —cuestionó en un grito, estático en el sitio, mirando todo lo que sus pobres ojos podían observar.

—No debéis alarmaros. He venido aquí con palabra de paz. —Una silueta, que antes estaba en el suelo imitando a una piedra, se levantó, pudiendo crear la figura de lo que debía ser una niña, alguien muy menudo. Volvió a sentir aquel mal en su cuerpo y, como instinto de supervivencia, tanteó uno de sus bolsillos en la búsqueda de un cuchillo, que descubrió y apuntó amenazante al intruso.

—Quién eres —dijo, arrastrando las palabras con cautela, pendiente de cualquier brusco movimiento.

La silueta paró unos instantes antes de continuar su camino hacia él, hasta que finalmente pudo distinguir los rasgos de su ropa, su color de piel, y la mirada en sus ojos. Su cabello era de un rubio casi níveo, su piel parecía confundirse con la nieve del suelo, adornadas sus mejillas con el tono del fuego más rojo, y aquellos orbes que adornaban sus pupilas... debían ser del mismísimo color del Edén. Jamás había visto algo semejante, tan pálido y a la vez de colores tan vívidos. Debía ser, y ahora bien afirmaba, un delirio de su loca mente enfermiza.

—Mi nombre no es relevante, pero sí los acontecimientos que vengo a prevenir, pues provengo del futuro, de un futuro devastador.

La miró sorprendido. Por un instante se había atrevido a creerla. Durante un segundo, se cuestionó si aquello era un espejismo o si realmente ese ser tan extraño tenía algo importante y real que anunciar. Pero las máquinas del tiempo no existían, y dudaba que tuviese pruebas de su retahíla—. Demuéstralo. Demuéstrame que eres de una época que aun no ha ocurrido. Dime un hecho que puedas ver venir, ya que sabes que ocurrirá —dijo, sumamente escéptico, no sabiendo si preferiría una prueba, ver a una farsante o comprobar que estaba demente.

La niña bajó la mirada y permaneció en silencio durante largo rato. Suspiró y tomó una bocanada de aire gélido antes de alzar la cabeza de nuevo y mirarle a los ojos, con una seriedad casi abrumadora—. Gareth, hijo del hielo. He venido aquí para avisaros de vuestra fortuna, pues hoy, en este mismo campo, moriréis a manos de los Varones.

Calló. El chico calló, volviendo a sentir aquel escalofrío, más intenso que nunca, indicándole que había caído presa del pánico. ¿Debía morir para comprobar que era cierto? ¿O acaso estaba jugando con él de una forma habilísima? Si era lo segundo, debía aplaudirle, pues era toda una artificiera de calumnias y mentiras: una auténtica profesional.

Los latidos de su corazón se aceleraron. Lo escuchaba a punto de desbocarse, de salir despedido de su garganta cuando se unió a aquel sonido el pisar de caballos en la nieve. Giró la cabeza con suma lentitud, en dirección a aquella melodía macabra, y vio acercarse cinco figuras, cabalgadas por enormes corceles, hacia su dirección. Había visto a aquellos hombres antes, todos los habían visto. No había una sola persona en la faz de la Tierra que no les conociese.

Eran los Varones.

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Hasta aquí el prólogo. Espero que os guste, porque a partir de ahora comienza la verdadera historia.

The Fall, el agujeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora