Todo comenzó cuando estaba en el trabajo. Ya hace tiempo venía con ciertos malestares, pero aquel día fue el comienzo para que mi vida cambiara drásticamente.
Mientras hacía los cimientos del futuro edificio junto con mis compañeros, un dolor muy fuerte me vino del abdomen con unas náuseas y un cansancio tremendo. Ese día mis dolores fueron más fuertes que antes por lo que me desmayé.
Cuando volví a ver la luz me encontraba acostado en la cama de un consultorio, uno que el seguro del trabajo solo pudo pagar. Mi salario nunca fue suficiente para darme el lujo de ir aunque sea a un consultorio.
Mi mujer se llevó a nuestro hijo después del divorcio, creía que se habían ido a vivir en algún lugar donde podían olvidar al hombre que arruinó sus vidas por tantos años.
Luego de examinarme el doctor me diagnosticó la enfermedad que me haría conocer al que puede cargar nuestros pesares sobre sus hombros.
Cirrosis hepática, una enfermedad efecto de los 31 años bebiendo alcohol y lo que hizo que mi esposa e hijo me abandonaran. Tenía 50 años cuando me diagnosticaron la enfermedad, sin embargo, hacía quince que dejé la bebida y justo después, cuando creía que mi vida ya no daba abasto, vino las consecuencias de tal adicción.
Me enviaron con la especialista en un hospital muy reconocido: el Hospital Ophra Bellinay, pero, a pesar de que hacen descuentos para personas de bajos ingresos, era algo que no podía pagar.
No tenía los ahorros suficientes para costearme el trasplante que solo me daría unos pocos años más —menos de cinco—, por lo que solo me quedé internado esperando la muerte.
Los dolores iban en aumento y había días que no podía aguantarlos por lo que me desmayaba. Estaba terriblemente mal y más por lo que le legaría a mi ex esposa e hijo al yo morir, una deuda de miles y miles por culpa de mi adicción.
Esa deuda fue mi mayor motivo de dolor y preocupación, la muerte sería mi mejor opción, pero no para ellos. Esos tipos serían capaces de asesinarlos si no llegaba a pagar en dos meses. Antes no era así, no me importaba nada ni nadie, solo el hecho de como conseguiría otra botella. En esos momentos no era tan diferente; en el fondo deseaba la muerte, deshacerme de todos esos problemas, la enfermedad, el dolor, la deuda y la soledad.
Sí, estaba completamente solo y sumergido en la preocupación. Sin consuelo, sin fuerzas y sin nadie que me ayudara.
Pasaban los días en aquel hospital y me iba cansando más, no podía contactar a lo que fue mi familia y los intereses de la deuda seguían en aumento.
Una noche de aquellas no pude dormir, y no por mis dolores sino por los del paciente de al lado. Gritaba y gemía debido al dolor por horas, creí que se trataba de alguien acabado de operar o lo que fue más cierto: los medicamentos.
En la mañana cuando desperté ―luego de dormirme tarde, pero no dormía mucho― oí cantar a alguien a la par que tocaba una guitarra. Su voz fue muy relajante y parecía ser de algún joven, y sí, era el paciente de al lado.
Me sorprendió como aquel paciente, que tan solo hacía unas horas sufría por un dolor inmenso, cantara como si nada le estuviera sucediendo.
Fui hacia donde provenía aquella voz y pude verlo. No le daba más de 30 años y ahí se encontraba, sentado en la cama cantándoles a unos niños.
Al rato los pequeños se fueron y al verme el joven me invitó con una sonrisa a que entrara. Lo veía resplandeciente, con su gran sonrisa para nada fingida, y yo sin poder reír desde que fui abandonado.
Desde ese momento había hecho mi primer amigo en el hospital, un amigo que pronto perdería pues, tenía un tumor cerebral y no le quedaba mucho tiempo, pero aún así él sonreía y hablaba como si no le tuviera miedo a la muerte. Y así era, no le tenía miedo porque, según él, tendría una mejor vida cuando muriera, que jamás volvería a sufrir y que por fin se encontraría con Aquel que los sostuvo por tantos años.
Le contaba sobre mis problemas, desahogándome ya que no tenía con quién hacerlo, y cada vez que hablábamos me daba una palabra de aliento. Decía que la muerte no es el fin y todos tenemos una razón para seguir viviendo, pero algunos no le dan importancia y prefieren acabar con sus vidas.
Me asombraba la fuerza y el valor que tenía para seguir hablando de lo maravillosa que es la vida cuando esta se le estaba acabando. Y ahí fue que me habló de su razón: Jesús.
Al principio no le creí y ni le di la más mínima importancia, sin embargo, su vida me fue un testimonio fiel de lo que decía.
Su fe no provenía de algo material o algún ídolo extraño, sino de un Dios que nos ama tanto que fue capaz de dar a su único hijo para que nuestras cargas y pecados él las sobrellevara.
Sus palabras me cautivaron, pero la desesperación no tardó en venir cuando los prestamistas fueron al hospital a amenazarme; hostigarían y luego matarían a mi ex esposa e hijo si no pagaba la deuda antes de morir.
La situación se había vuelto peor y parecía que no había salida. No tenía fuerzas ni esperanzas, pero si un miedo terrible, miedo a la vida y a la muerte. Estaba roto y creí que no había quien me reparara, estaba atrapado en un laberinto oscuro y sin salida, y pensé que nadie me ayudaría a salir.
No volví a ver a mi amigo por unas semanas, su enfermedad empeoró y lo trasladaron para cuidados intensivos. En ese entonces estaba más solo que nunca y con cargas que me llevarían al abismo, lo sabía, y también supe que estando solo jamás podría seguir.
Creí que no me quedaba nada hasta que mi doctora en una de las revisiones me informó que aún no encontraban donante ―cosa que no me importaba ya que no podría pagarla―, y que el joven de al lado me envió algo.
Cuando volví a estar solo abrí el paquete y pude ver un libro hermoso con letras en dorado que decían ‘‘Santa Biblia’’. Me reí en mis adentros cuando supe de lo que se trataba, lo creía ridículo pues culpaba al Dios del que hablaba por darme tanto dolor si es tan misericordioso y bueno. Al principio me resigné a leer su contenido, pero algo me impulsó y fue algo más que mera curiosidad.
En medio de mi quebrantamiento comencé a leer aquel libro que sin saberlo me dio lo que más necesitaba: alguien que jamás me abandonaría a pesar de mis fracasos.
Durante varias semanas, aquellas palabras fueron mi consuelo, Jesús fue el que me consoló, lo creía, pero no lo suficiente. La culpa comenzó a invadirme, el hecho de que le causé tanto mal a mi familia y por todas las aberraciones que hice en el pasado.
«Mi familia me odia» eso fue lo que pensé. Me sentí culpable y avergonzado, comencé a creer que en verdad debería dejar que la enfermedad terminara con lo que me quedaba de vida.
Aquellos momentos fueron más duros que cuando supe de mi enfermedad, creí que no valdría la pena que Jesús se hubiera sacrificado por alguien como yo.
Volví a ver a mi joven amigo, su rostro se veía peor que antes, pero aun así seguía transmitiendo aquella luz.
Le comenté sobre que Dios habló a mi vida y como me sentía con respecto a eso. Dijo haberme entendido, respondiéndome con una frase que hasta ahora no olvido:
«Los errores del pasado quedan en el pasado cuando te arrepientes y decides poner aquella carga en la cruz»
Dios usó a aquel joven para que por primera vez yo pudiera llorar, para levantarme y sobre los hombros de Jesús dejar mi enfermedad, mis problemas y mi dolor. A través de una oración fui libre y supe que no tengo que ver para creer que Cristo me iba a ayudar.
Mi amigo me habló de que pronto me daría una sorpresa que haría librarme de la culpa, no imaginaba cual sería hasta que, después de un poco más de una semana, pude verla.
Con ayuda de mi doctora, consiguieron que mi familia pudiera verme. En mi interior sentí una gran felicidad y más al saber que cuando supieron de mi enfermedad no dudaron en venir a verme.
Mi hijo, ya grande y en la universidad, me abrazó con lágrimas en los ojos a lo que yo correspondí. Lo extrañaba muchísimo, hacía años que no lo veía y al decirme que me amaba a pesar de todo alivió mi corazón.
Le pedí perdón a los dos, arrepintiéndome de todo lo que les hice pasar, mereciendo tener esta enfermedad. Me ex esposa tomó mi mano y me dijo lo mismo que mi joven amigo:
«Los errores del pasado quedan en el pasado cuando te arrepientes»
Por primera vez sentí ese amor del que tanto hablaba mi amigo, el amor de Dios y el de las personas que más quieres.
No sabía cómo, pero quise aprovechar la oportunidad de vivir un poco más de tiempo, por mi familia, sin embargo, si no eran los planes de Dios igual lo aceptaría porque con que me haya liberado de mi dolor fue suficiente.
Tiempo después apareció un donante, y mi familia no dudó pagar con los ahorros que tenían, incluso mi ex esposa.
Fui operado y al despertar me dieron la triste noticia de que mi amigo se había ido, dolió pero no tanto, porque sabía que se fue a un lugar mejor, a vivir en el reino de Dios. Nunca olvidé a ese gran amigo que incluso pagó mi deuda antes de partir, con Jesús y con él estoy más que agradecido.
Dios, en su gran misericordia, me bendijo grandemente, pudiendo estar más de 20 años con mi familia y esposa, y que antes de volver a ver a mi amigo pueda contemplar a mi tercer nieto, el cual ha sido otro de los grandes gozos que el Señor me ha permitido tener.
Sobre los hombros de Cristo fue puesta mi carga y en el Hospital Ophra Bellinay fui libre de mi pasado.
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Vidas en el Hospital: Ophra Bellinay
SpiritualCada vida es una historia y cada canción cuenta una historia. Todos los que entran en el Hospital Ophra Bellinay cuentan una, y no una simple, si no una que marca y cambia la vida de todas esas personas. Cada capítulo contará una historia de una de...