Capítulo 1

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Vi a un moribundo, cargando un objeto más pesado que él y casi al borde de la hemorragia su cuerpo sangraba por todas partes.

Él se detuvo, mientras una áspera voz y un latigazo respondieron a su pausa:
¡Vamos, judío, camina!- Pero el preso no habló palabra, iba directo a su muerte como oveja al matadero.

Todos lo aclamaban; no para que sanara a sus enfermos, tampoco para que entrara a sus casas y mucho menos para oír sus enseñanzas. El pueblo estaba eufórico, lo consideraba hereje y se hacían a sí mismos justicieros de su ejecución. El delito fue su misericordia y la culpa su verdad. A nadie le importaba las cosas buenas que había hecho.

¡Tantos beneficiados malagradecidos! ¡Tantas personas a las que había ayudado!

¿Dónde estaba la mujer del flujo de sangre que había sanado, o Jairo, el principal de la sinagoga al que le había resucitado la hija, o el padre del muchacho endemoniado, al cual había libertado, o el paralítico si que sus amigos bajaron por el techo? A ese al que dijo: "tus pecados te son perdonados, ... ¡Levántate, toma tu lecho y anda!"

¿Dónde estaba Bartimeo, hijo de Timeo, al que había restaurado la vista, o la mujer adúltera a la que había salvado en la plaza pública con la famosa frase: " el que esté libre de pecado que tire la primera piedra"

¿Dónde estaba Lázaro, su amigo, al que resucitó de los muertos? ¡Y qué más se podía esperar de sus seguidores! ¡Sus propios amigos, sus cercanos lo abandonaron! ¡Ninguno lo defendió! Su pueblo no lo reconocía y su Padre en quién siempre había confiado no hacía nada para impedir su dolor.

Él caminaba, caminaba hacia su destino, hasta que no pudo más y cayó. Se quitó la pesada carga, otro la llevó por él, mas su ejecución no cesó. La muerte lo llamaba y hasta ella él fue: casi desnudo, lleno de heridas, de sangre, de dolor, de pérdidas, de traiciones, de angustias y de injusticia; mas pensó en el mundo y en su último momento pensó en mí y vió mi debilidad.

Yo era su verdugo, a mí me tocaba acabar con su existencia. Yo lo amarré a la cruz, yo le clavé sus manos y pies, yo le insulté, yo le di a beber vinagre, pero él pensó en mí y vió mi debilidad. Él sabía que yo oprimía a su pueblo y maté a mucha gente, mas por eso no me juzgaba, él sabía que le robé la novia a mi mejor amigo, mas por eso no me juzgaba, incluso sabía que no me ocupaba de mis padres ni de mi hijo, mas por eso no me juzgaba.

Él sabía tantas cosas de mí y aún en sus últimos momentos me miraba con compasión en medio de toda mi oscuridad. Él sabía que yo era culpable, que debía estar en su lugar y aún me seguía mirando con ojos llenos de ternura. Su mirada me trastornaba y me encolerizaba a la vez. Si hubiera podido, yo misma habría subido a la cruz y lo habría ahorcado; pero había que respetar el proceso de una muerte lenta. Turbado a más no poder le miré con ira y le dije:

_ ¿Qué miras tú, moribundo? ¡Bájate de la cruz y entonces creeré en ti! - pero él me contestó a mí y a los que conmigo estaban:

_ "Que mi Padre los perdone por no saber lo que hacen".- Esa frase ya era demasiado y antes que me crucificaran por matarlo fuera de tiempo, aguanté las ganas y me fui. Pocos minutos después, mientras descendía a la ciudad, el moribundo murió casi a las tres de la tarde y el cielo se oscureció hasta la mañana del otro día. Pensé que era un eclipse y no le di mucha importancia.

Siguiente hubo un terremoto que estremeció la tierra repentinamente, vi grandes rocas dividirse y gigantescos árboles caerse. Muerto de miedo, al ver que había sobrevivido, corrí lo más que pude para llegar a la ciudad, pero a mitad del camino un levita subió vociferando:

_ ¡ El velo del templo se ha rasgado! ¡ Muchos sepulcros están abiertos, y los cuerpos de los muertos predican en la ciudad!- Ante semejantes noticias, me detuve por un momento y pensé en todo lo ocurrido. Yo había hecho muchas ejecuciones, pero nunca había visto tantas señales por la muerte de alguien en un solo día.

Era evidente, ese hombre era alguien importante, era quien decía ser y hasta me conocía sin yo saberlo. Pensé entonces en su tierna mirada, en sus palabras de absolución y decidí con todas mis energías volver. No me importó nada más y corrí tan rápido que le saqué al levita el triple de ventaja que me tenía.

Entonces llegué al lugar de la cruz y vi al centurión y a mis compañeros romanos. Todos estaban asombrados, incluso me preguntaron para confirmar hechos: si había presenciado el terremoto y la hora de las tinieblas. Yo les dije que sí y les conté las palabras del levita.

Mientras ellos a parte debatían, me acerqué de nuevo a la cruz y miré un vez más a aquel hombre; inexplicablemente las lágrimas salieron de mis ojos y mis rodillas se hicieron blandas hasta postrarme en tierra. Entonces, deseché mi casco y todo accesorio de mi uniforme, rasgué mis vestidos y grité a viva voz atormentado por mi conciencia:

_ ¡¡¡ Era verdad, era verdad, este hombre era hijo de Dios!!!

Carpediem CarmínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora