Capítulo 2

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No bastó desplomarme y hacerme objeto de humillación pública, me importó poco lo que mis compañeros pensaban de mí, porque después de mi confesión me levanté diferente. Sequé mis lágrimas con convicción y fue como si una luz iluminara mi mente. Me fui poseído como por algo mayor ante las miradas expectantes de los pocos que quedaban, pero nadie se atrevió a impedirme que llegara a la ciudad.

Jerusalén era un caos y el templo un alboroto porque era tiempo de Pascua, sin contar que la multitud judía se agolpaba en la plaza pidiendo explicaciones al sumo sacerdote sobre los resucitados; porque algunos milagrosos se presentaron en testimonio vivo, diciendo que Jesús los había resucitado en su propia muerte.

Con mis ropas rotas pasé como uno más entre la multitud y viví la confusión del pueblo judío. La muchedumbre solo se calmó cuando mis compañeros usaron la fuerza bruta para despejar a las masas. Yo intentaba hacerme notar, pero ellos no me veían porque parecía un judío más: ya no llevaba mi casco, ni mi coraza ni mi espada. Lo había dejado todo a los pies de la cruz.

Hubo violencia, algunos rebeldes fueron traspasados por la espada y otros apresados al azar, entre ellos yo. Tuve que ir a una mugrienta prisión porque me confundieron con un rebelde y de nada valió mi preparación militar, ni mis honores, ni mi retórica ni mi cultura. Intenté aproximarme a algunos de los guardias, pero me azotaron antes que pudiera hablar, así que decidí no volver a intentarlo y pasé la noche en vela dentro de un calabozo oscuro y putrefacto.

En la mañana del día siguiente relevaron a la guardia del calabozo y reconocí a uno de los compañeros que estuvo conmigo en la crucifixión. Lo llamé por su nombre y gracias al César me respondió y me sacó de allí.
Fuera de aquel horrible lugar pude volver a usar mis decorosas ropas de guerrero. No pasaron cinco minutos de vestirme para que nos llamaran. Íbamos a cubrir una guardia muy importante, sin embargo no sabía dónde habían sepultado al judío.

Mi compañero me explicó que ese día, después de irme, vino un noble judío llamado José de Arimatea y pidió osadamente el cuerpo de Jesús a Pilatos. Milagrosamente el gobernador accedió, pues no convenía que el cuerpo estuviera a la interperie en la Pascua y el tal José compró una sábana donde lo envolvió y después sepultó en una peña de su propiedad, tapando la entrada con una gran piedra.

Por orden del gobernador Poncio Pilatos debíamos cuidar por veinticuatro horas la entrada de la tumba y al día siguiente seríamos relevados. El lugar estaba remoto y muy alejado de la ciudad, pero hasta allá fuimos a cumplir con nuestro deber. Las primeras horas estuvimos vigilantes y en posición firme, por si pasaba alguien, pero nos dimos cuenta que nadie se atrevería a llegar hasta allí solo para ver el sepulcro.

Entonces transcurrieron las horas hablando de los acontecimientos de los últimos tres días hasta que se hizo de noche y aumentó el riesgo de la misión. Acordamos que yo permanecería despierto las dos últimas vigilias y mi compañero las dos primeras y así fue.

Al estallar el alba, con mis ojos a punto de cerrarse, percibí un resplandor más potente que un rayo del sol e inmediatamente el resto sueño se esfumó. Desperté a prisa a mi compañero y ambos nos quedamos casi inmóviles ante dos figuras celestiales que emanaban luz. Eran como especie de humanos con alas, vestidos con túnicas blancas y resplandecientes más que el astro rey. Ellos aparecieron sin saber cómo y se veían muy superiores a nosotros, de manera que mudos de asombro y corriendo por nuestras vidas corrimos velozmente y no paramos hasta llegar a la ciudad para avisar al centurión y al sumo sacerdote.

_ ¡Creo que hemos visto ángeles en la tumba del judío! - Dijimos a coro al centurión y este no demoró en contactar a los principales líderes religiosos del pueblo.  Regresamos al lugar una pequeña minoría: el centurión, el sumo sacerdote, tres levitas y nosotros.

Todos quedamos asombrados porque la piedra estaba removida, la tumba vacía y los lienzos del sudario organizadamente puestos en el lugar donde se suponía que estaría el muerto. No había una explicación lógica para todo ¿O sí la había?

Surgieron miles de hipótesis, pero todas eran falsas: los discípulos no podían haber robado el cuerpo, porque para remover esa piedra se necesitaba la fuerza de veinte hombres y de ellos solo quedaban once, ya que era noticia que Judas se había ahorcado. El propio Jesús no habría podido mover la roca, pues se había comprobado que realmente estaba muerto cuando lo bajaron de la cruz. Como estas, miles de ideas absurdas.

Todos habíamos estado allí el día de su crucifixión y en el fondo sabíamos que lo demás era mentira, pero como orgullosos y tercos seres humanos no queríamos reconocerlo. Lo lógico era que Jesús había resucitado, sabíamos que si era lo suficientemente poderoso para levantar a otros de la muerte ¿Cómo no podría levantarse a sí mismo también?

Los líderes religiosos nos bombardearon a preguntas a mí y a mi compañero y todas las respondimos con la verdad: Al amanecer vimos unos ángeles frente a la tumba del judío y corrimos para avisar. No sabemos que pasó después que nos fuimos, por lo cual la sorpresa ha sido unánime para todos.

Ellos llegaron a una conclusión, (dentro de todas las hipótesis ilógicas que habían dicho): los discípulos se disfrazaron de ángeles para asustarnos y robaron el cuerpo mientras descendimos a la ciudad, aunque había algo en mi mente que lo negaba. Yo me desperté con el resplandor de unos ángeles porque ningún mortal brillaría con tanta luz.

Me quedé en silencio hasta que me ofendieron. Los muy poderosos acordaron pagar al centurión, a mi compañero y a mí un talento a cada uno por nuestro silencio y la versión del hurto del cuerpo. Ellos aceptaron gustosos, pero yo no podía. Si algo tenía era ética y no traicionaría a mi conciencia.

Ahora creía que Jesús había resucitado de los muertos y esto había cambiado mi vida. Sabía que el talento mezquino podía darme la oportunidad de tener una vida decente, podría retirarme del ejército romano y vivir bien por veinticinco años, pero este deseo era inferior a mi convicción. ¡No podía traicionarme a mí mismo con una mentira cuando sabía que había visto la verdad! Así que enérgicamente grité ¡noooo!

Mi posición preocupó a mis semejantes quienes trataron de convencerme con retórica, pero no pudieron y me convertí instantáneamente en un enemigo político que pensaron eliminar.
Decidí marcharme indignado, y en el momento que viré mi espalda, el centurión desenvainó su espada y me atacó, pero por suerte pude percibir su reflejo y mi espada lo atravesó primero. ¡No podía creerlo, había matado al jefe de mi compañía, y esto sí no podía pasar por alto!

Mi compañero enfurecido se puso en mi contra y tuvimos un combate cuerpo a cuerpo hasta que también lo maté. El sumo sacerdote y los levitas escaparon, pero confieso que no tenía intención de matarlos, así que me di a la fuga e intenté camuflarme en la ciudad hasta que me encontraron.

Me juzgaron en el tribunal romano, me entraron culpable del asesinato de un centurión y un soldado romano y me condenaron a la cruz después de azotarme treinta y nueve veces, pero en cada latigazo solo venía un nombre a mi mente, "Jesús". Ya no sentía rabia por él, ni siquiera por mis verdugos, experimentaba una paz que llenaba mi corazón, aunque mi piel se desgarraba y la sangre fluía de las heridas.

Después de ese doloroso castigo, me obligaron a llevar mi cruz por el mismo camino que tres días antes Jesús había llevado la suya y hasta el mismo lugar donde él fue crucificado. En ese momento los tres días pasaron como una secuencia en mi mente. Me pareció que al caminar, Jesús caminaba a mi lado y él llevaba mi cruz. No sé si fue un delirio o una convulsión porque en ese momento perdí la fuerza en mi cuerpo y me desmayé.

Al final no supe quien llevó mi cruz, y cuando desperté me estaban amarrando al madero para crucificarme. En mis últimos minutos cerré mis ojos y dije en mi mente:

_ No idea de cómo oran los judíos, pero sé que de alguna manera su Dios los escucha y sé que Jesús es el Hijo de Dios. Ahora comprendo en carne propia todo lo que él hizo por mí y sé que su muerte fue más que un capricho de los líderes de su pueblo, sé que el quería salvar a alguien más, quería salvarme a mí. Y por eso Jesús, dondequiera que estés, quiero agradecerte.

Terminaron de amarrarme, respiré hondo por última vez, y ya estaban en posición el martillo y el clavo sobre mi mano derecha. Era mi último carpediem carmín, pero tenía una esperanza: " si Jesús había resucitado de los muertos también podía resucitarme a mí ".

Carpediem CarmínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora