Butterfly.

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No estoy preparado. 

Mis pulmones se sienten en llamas y mi pecho se limita a agitarse, arriba, abajo, arriba, abajo. A veces odio patinar pero ese es un secreto que nadie sabe.

Me deslizo de nuevo por el lago congelado que, inexplicablemente, se encuentra en medio de una plaza pública. Ni siquiera sé qué hago aquí pero una vez con los patines puestos en mi cerebro se activa mi otro "yo", el Javier competitivo, el Javier artístico, el Javier que se come el mundo. 

Como cualquier día de ensayo practico una y otra vez los saltos pero ninguno me sale. Es imposible. Caigo y reboto contra el frío hielo, deslizándome en mi propia humillación. A veces odio patinar, realmente lo odio. Es entonces cuando un público que no sabía que existía hasta entonces me observa, serio y minucioso, analizando mis fallos sentados en sus mullidas butacas. Los gestos de esas personas sin rostro y sin nombre me juzgan y frunzo el ceño. Cojo velocidad con los patines, necesito cambiar sus miradas frías y distorsionadas, únicamente llenas de desprecio, por un atisbo mínimo de fascinación. 

Todavía me arden los pulmones pero vuelvo a intentarlo. Y puedo sentir el fracaso girando en el aire antes siquiera de tocar el suelo con la cuchilla. Vuelvo a caer. Sentado en el hielo golpeo con fiereza a ambos lados de mi cuerpo en un intento por romper aquel maldito elemento que tantas alegrías como desdichas ha traído a mi vida. Mis nudillos están casi blancos de la fuerza con la que aprieto los puños. 

-¡Vamos Habi!.- 

Sonrío. Me giro al público buscando a aquella única persona que muestra un mínimo de apoyo hacia mi persona. Pero entre tantas cabezas idénticas como maniquís... no encuentro a nadie. 

Una vez más. Sólo una vez más. Me levanto y consigo sacar fuerzas de mis maltrechos músculos. Mi cuerpo y mi mente no perdonan y yo ya estoy cansado de esto, pero necesito intentarlo una vez más. Si me hubiera rendido a la mínima frustración no habría llegado hasta donde estoy. Me preparo para saltar y por primera vez consigo un salto limpio, perfecto, casi de manual de libro, y oigo aplausos tras mi espalda. El público por fin me quiere y aprecia mi esfuerzo pero en cuanto giro mi rostro para agradecerles con una encantadora sonrisa, de esas que tanto he ensayado a lo largo de mi vida en el espejo como un actor de teatro, me doy cuenta de un escalofriante detalle. 

No me aplauden a mí, no me vitorean a mí. Ni siquiera me miran. 

Parecen demasiado eufóricos por algo que está a mi izquierda. Giro mi rostro para encontrarme una vulgar mariposa apoyada en el hielo. Sus alas brillantes son de un color rosa tan claro que roza el mármol. Con rabia me acerco hasta ella, me agacho y cierro el puño a su alrededor. Quiero destruirla, sentir cómo se aplasta contra la palma de mi mano. Uso mi fuerza y rabia contra su fragilidad. Disfruto apretando los dedos, clavándome incluso las uñas contra mi piel pero no me importa. Aquella maldita mariposa me ha robado esos aplausos que merecía. Tanto esfuerzo para recibir nada de atención, no era justo para nada. 

Abro la mano dispuesto a complacerme con la vista de su cadáver pero no hay nada. Vacío. No entiendo nada. Muevo mi cabeza de un lado a otro buscando aquel insecto con la mirada e, irónicamente, se encuentra sobre mi hombro. De cerca puedo apreciar más sus alas y me sorprende que sean casi translucidas si no tuvieran ese tono rosado tan imperceptible. 

De repente la mariposa empieza a transformarse, volviéndose cada vez más grande y con una figura humanoide. Casi salido de una película de terror de clase B observo atónito aquella metamorfosis hasta dar finalmente con su imagen original, una imagen que reconozco con bastante facilidad ya que me estuvo acompañando durante más de 6 años. Cómo olvidar aquel rostro. Cómo. Imposible.

QUIMERAS NOCTURNAS.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora