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—Ya en el avión, me di cuenta de lo que había hecho pero era tarde.
—Si hubieras vuelto, te habría recibido con los brazos abiertos—reconoció.
—Me imaginé que no querrías saber nada de mí después de irme así. Lo siento—suspiré mirando a abajo.
—Debí ir a buscarte, los dos contribuimos a que esto no funcionara. Mi pregunta ahora es ¿qué quieres que seamos?
—No lo sé—me pilló por sorpresa que fuera tan directo, había madurado en aquellos años. Más aún de lo que era cuando me fui. Mi respuesta se vio seguida por un silencio incómodo, en el que yo buscaba algo más que decir.
—Creo que esa es una conversación que sería mejor tener otro día—me miró sonriendo con los labios sellados y asentí—. ¿Cuándo te vas?
—Saqué pasaje de ida pero no de vuelta, así que...tengo margen.
—Bien—se echó el cabello hacia atrás.

Cuando entramos, él empezó a hacer la cena y yo curioseé un poco los estantes de libros. Aún conservaba ejemplares que había comprado yo, o que incluso habían sido regalos suyos para mí. Abrí uno de poemas de Federico García Lorca, sabía que era mi poeta español favorito y me lo regaló cuando cumplimos el primer mes juntos. Leí el primero.

MADRIGAL

Yo te miré a los ojos
cuando era niño y bueno.

Tus manos me rozaron
Y me diste un beso.

(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas.)

Y se abrió mi corazón
Como una flor bajo el cielo,
Los pétalos de lujuria
Y los estambres de sueño.

(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas.)

En mi cuarto sollozaba
Como el príncipe del cuento
Por Estrellita de oro
Que se fue de los torneos.

(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas.)

Yo me alejé de tu lado
Queriéndote sin saberlo.
No sé cómo son tus ojos,
Tus manos ni tus cabellos.
Sólo me queda en la frente
La mariposa del beso.

(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas.)

Me sentí observada, así que giré la cabeza cerrando el libro. Él estaba apoyado en la puerta de la cocina con los brazos cruzados y aquella media sonrisa que tanto me gustaba.

—¿Cuál es?
—El de Lorca—dije colocándolo en su sitio—. Del primer mes.
—Me gustaba mucho escucharte recitar poemas—se acercó—. Podrías leer alguno esta noche.
—Claro—sonreí.

Y eso hicimos, después de cenar nos sentamos en el sofá a leer en voz alta. Solíamos hacerlo casi todas las noches, sobre todo los fines de semana. Empezamos solo uno junto a otro con el libro en medio, pero esto fue cambiando poco a poco hasta que acabé sentada entre sus piernas con la espalda en su pecho y el libro sobre mi regazo. Estaba muy cómoda, parecía que no había pasado ni un solo día. El único recordatorio del cambio era su melena, ahora corta, y mis viejas gafas que estarían en algún lugar del vertedero o Dios sabe dónde. Por lo demás, nada había cambiado. Nada.

𝓣𝓸𝓻𝓷𝓪 𝓐 𝓒𝓪𝓼𝓪 {𝓓𝓪𝓶𝓲𝓪𝓷𝓸 𝓓𝓪𝓿𝓲𝓭}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora