Capítulo 1

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Aviso: No es nada explícita, pero la historia trata traumas y momentos amargos que han vivido los personajes. Dejo por aquí el aviso por si alguien es sensible a esos temas :)

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La quimera cerró los ojos con fuerza. El olor no se iba. La fragancia de la hierba quemada seguía en su nariz. Era tan persistente como el recuerdo que arrastraba.

—Basta.

Zelgadis abrió los ojos y trató de centrarse en el ahora: en Saillune; en la mesa oscura y en el cuaderno gastado. El muchacho aspiró con fuerza. El rancio olor de la humedad se coló en su interior. Ya no había recuerdo. Ya no había hierba. Ya.

El momento pasó y él volvió a concentrarse en su libro. Las páginas estaban manoseadas y sucias. El amarillo hacía contraste con el azul de sus dedos. Él deslizó las yemas entre los puntitos de las páginas. Siguió leyendo:

Viernes 28:

El experimento de las quimeras ha sido un fracaso. He probado a fusionar las fuerzas de dos seres vivos, pero no he conseguido devolverle a la mujer la vista, ni darle los ojos del felino. No he conseguido juntarlos. Los cuerpos de los seres se retorcieron mientras duraba el hechizo, sin formar nunca un único ser. ¿Qué está fallando? ¿El planteamiento del hechizo? ¿Los sujetos? ¿Fue su falta de capacidades mágicas? ¿ O fue porque eran demasiado distintos?

Por otro lado, el muchacho sí que ha hecho progresos. Es asombroso. Sigue a Rodimus a todas partes. Casi se ha convertido en su sombra. El viejo a veces viene a contarme sus avances: dice que ya es capaz de sujetar la espada con una sóla mano y que esta mañana le ha pillado intentando conjurar un lighting. Quién lo diría, parece que ha heredado mi afinidad para la magia. Tiene apenas ocho años, pero tiene mucha iniciativa. El chico promete.

La vela se consumía y la quimera sintió el olorcillo a hierba de nuevo. Era el inicio de un recuerdo. Él intentó concentrarse, seguir leyendo. Sin embargo, la escena había empezado a difuminar la biblioteca.

Un campo de hierba vino a su memoria y Zel pudo verse a sí mismo entre el borrón del recuerdo. Su piel era rosada, su cuerpo apenas levantaba unos cuantos palmos del suelo.

Estaba entrenando detrás de la casa y era su primera vez probando con hechizos de fuego. Recordó lo emocionado que estaba, la increíble sensación de ver brotar las chispas de la nada. De pronto, se vió a sí mismo aullar de dolor. Se acordaba. La bola de fuego escapó de su control. Se acordaba del olor a carne; de la hierba quemada.

Entre el mejunje de dolor y fuego, pareció Rezo. Llegó justo cuando el fuego se rebeló y empezó a lamer las botas del niño. Zel lo vio recorrer el campo a grandes zancadas, oyó el bastón tintinear con cada uno de sus pasos.

Los años no habían pasado por esa escena. En su memoria escuchó cómo el monje había llamado a la magia para barrer las llamas. Recordaba la delicadeza con la que tomó su mano herida, lo seria que sonó su voz esa mañana.

—¡Cómo se te ocurre! ¡Casi te quemas entero! Mira cómo...cómo...

La expresión del monje cambió. Pasó del enfado al asombro.

—¿Cómo lo has hecho? ¿Has aprendido ese hechizo tú sólo?

El chiquillo agitó su cabeza, inseguro.

—¡Eso es increíble! ¡Eres un niño muy listo, Zelgadis!

Sin dejar de sonreír, murmuró un recovery en la mano quemada y añadió:

—Muy listo, sí señor.

Esa fue la primera vez que Rezo le hizo un cumplido. Qué feliz que parecía su abuelo. Qué feliz que...

El sonido de unos pasos hizo tambalear el recuerdo. La quimera volvió al presente. Y el Zelgadis de ahora, el adulto, estaba molesto consigo mismo.

—Joder.

Observó el libro en el que apenas había avanzado.

—Joder —ladró de nuevo.

Los pasos se acercaron y, de pronto, una voz se unió a la melodía:

—¿Zelgadis? ¿Eres tú?

La cabecita de su amiga se asomó entre las estanterías. Zel cerró el cuaderno de un manotazo.

—¿Amelia?¿Qué haces aquí?

Ella lo miró, divertida.

—Vivo aquí.

—Ya —gruñó. No estaba de humor—. Me refería aquí abajo. En la biblioteca.

—Bueno, no apareciste a cenar y yo... Lina dijo que sería buena idea comprobar que seguías vivo —la princesa paró y su cara se estiró en una sonrisa—. Mira, traigo provisiones.

Ella deslizó una taza de café sobre la mesa. Él contempló su avance sobre la madera y, después, se quedó otro rato mirando. ¿Cenar? ¿Cuánto tiempo llevaba ahí abajo? Su vela agonizaba en una esquina y él apenas había avanzado en la lectura. Chasqueó la lengua. Se enfadó un poquito más consigo mismo.

—¿Zelgadis?

—Perdona —susurró él—. He perdido la noción del tiempo.

Ella vio el rostro serio del chico, la fina mueca que él intentaba cubrir con su mano. Acercó una silla a su lado y señaló el cuaderno.

—¿Otro punto muerto?

—Peor —contestó.

—¿Peor?

Amelia estudió sus movimientos. Zelgadis rezumaba dudas, enfado. Vio la línea de su mandíbula apretada y observó cómo sus ojos rehuían los suyos. Así, sin mirarla, le tendió el libro que había estado leyendo. Se titulaba: "Memorias de Rezo: IV". Ella alzó la mirada. Sus manos estaban apretadas en puños. Su cuerpo entero estaba tenso.

—¿Quieres hablar de ello?

Hubo un silencio. Fue breve, tenso.

—No lo sé.

—¿Quieres... ? ¿Quieres que te deje sólo?

El silencio se repitió de nuevo. Esta vez se hizo largo y espeso.

—No —dijo por fin el chico—. Sólo dame un momento.

La tercera vez el silencio fue más fino y dejó escapar pequeños soniditos: la respiración de la quimera, el traqueteo inquieto de unos pies sobre el suelo. Zel se llevó una de las tazas de café a la boca y aspiró su aroma. Después, apuró el contenido.

—Venga. Pregúntame lo que quieras.

La sandía, la princesa y el cuadernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora