Capítulo 4

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—Joder —siseó.

Un libro voló por la habitación y se estampó con un ruido sordo.

—¡Joder!

Seguía atascado con el mismo cuaderno de anoche. Cada página le llenaba de recuerdos, de culpa.

Zelgadis se levantó entre gruñidos y tomó el cuaderno del suelo. Llevaba una noche de perros. Encima, seguía castigandose por lo de esa mañana. Por esa pregunta que le había hecho a Amelia.

—¡Qué imbécil soy! Qué... ¡Ahg!

Cerró los ojos. Tomó aire.

—Basta.

Volvió a su lectura:

Lunes 31:

Esta vez he usado otros dos sujetos en mis experimentos. He combinado dos criaturas mágicas. En concreto: un hombre lobo y un troll. Ninguna de las dos tiene habilidad suficiente como para lanzar hechizos, pero la magia que recorre sus venas los hace más fuertes y albergan propiedades únicas. El experimento ha sido un éxito. Dilgear tiene los reflejos del lobo y la resistencia de un monstruo. Apenas ha sufrido efectos negativos. Creo que estoy un paso más cerca de la quimera perfecta.

Por cierto, el chico ya domina las bolas de fuego.

Un recuerdo espeso y amargo subió por su esófago. Zel sintió de nuevo las descargas de magia en su cuerpo, las rocas brotando de sus brazos. Se encogió. Le sobrevino una arcada de miedo y vómito.

—Basta.

Pero su cuerpo no le escuchaba. Se le aceleraba el pulso y le venía el recuerdo del miedo, del asco. Sus manos se aferraban al libro como la gravedad se aferra a las piedras, con ganas.

Lo odiaba. Lo odiaba.

Odiaba la influencia que ese miserable seguía teniendo sobre su persona. Rezo aparecía en sus pesadillas cuando dormía; en el reflejo de su espejo cada mañana.

Lo odiaba.

También estaba presente en sus relaciones. Se le venía a la mente cuando las otros le rehuían, cuando Amelia intentaba tocarle y él saltaba.

Pero lo peor, lo peor de todo, es que ese odio iba en dos direcciones. Él también se odiaba. Odiaba el poco control que tenía sobre su cuerpo. Odiaba no poder deshacerse de esa carga.

Así, lleno de odio, lo encontró Amelia. Con la nariz arrugada, el cuerpo tenso.

—¿Zelgadis?

La quimera dio un pequeño bote, luego lanzó un gruñido. ¿De qué le valía ese super oído? Podía oír los ronquidos de Phil un piso más arriba, pero Amelia lograba sorprenderle. Aunque, para ser francos, Phil roncaba muy fuerte.

—¿Otra vez por aquí?

¿Había sonado borde? Zel pensó que había sonado borde. Sin embargo, la princesa no pareció notarlo. Caminó hasta la mesa y arrastró la silla libre hasta hacerse un hueco.

—No podía dormir —dijo contenta. Demasiado contenta—. ¿Y tú, Zelgadis? ¿Sigues leyendo?

—Torturándome, más bien.

Ahí, la sonrisa de Amelia se agrió. Torció la mano y señaló a la quimera con un dedo Acusador y Justiciero.

—¡Zelgadis! Me lo prometiste. Prometiste que me llamarías si volvías a encontrarte mal.

—Ya pero...

Él murmuró algo por lo bajo. Desvió la mirada.

—¿Cómo? —dijo ella.

La sandía, la princesa y el cuadernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora