Capítulo 2

9 0 0
                                    




Quimera y princesa cruzaron la mirada. La vela se consumía y el chico le daba vueltas a los restos del café. Ella parecía confusa. Él parecía incómodo, tenso.

—No entiendo —dijo la princesa—. ¿Quieres que te pregunte algo?

Él chasqueó la lengua.

—No. No es eso. —empezó. Paró de nuevo—. Es sólo que no sé por dónde empezar. No... no se me da bien hablar de mi mismo.

Amelia asintió. La quimera seguía dando vueltas a la bebida y, entre ellos, estaba el cuaderno de Rezo.

—¿Puedo? —preguntó, señalando el libro.

Él hizo un gesto. Ella alargó la mano y abrió el tomo. Al instante, frunció el ceño. El libro no tenía palabras. Y es que, por no tener, no tenía ni tinta. Las páginas estaban llenas de pequeños puntitos en relieve. Parecían pequeños esqueletos de partituras.

—¿Qué es esto?

—Es braille —respondió Zel.

—¿Puedes leerlo?

—Me ha costado un poco —dijo en un suspiro—. Pero sí. Es de cuando Rezo empezó a experimentar con quimeras. Está lleno de referencias a pruebas fallidas, quimeras deformes, humanos que habían perdido la capacidad de raciocinio... También habla un montón de la ceguera y, bueno, de todo un poco.

Ella escuchó en silencio. Su voz pronunció "todo" como si estuviera cargado de piedras, como si estuviera arrastrando. Cuando acabó, apoyó la cabeza en una de sus manos. Había dejado de esquivar su mirada. Ahora la miraba sólo a ratos.

—Entonces has leído algo desagradable —aventuró ella—.

Él hizo una mueca.

—¿No?

—Sí y no. Es complicado.

Zelgadis jugueteó un poco más con la taza antes de seguir con la historia.

—No he leído nada que no supiera. Rezo era un capullo y su laboratorio estaba lleno de esos experimentos fallidos. Sólo de pensar en todos esos ojos —sus manos se tensaron un poco—, esos gritos que... pero no. No ha sido eso. En realidad lo que me ha cabreado ha sido recordar la primera vez que Rezo me hizo un cumplido.

El ceño de Amelia volvió a arrugarse y él sonrió.

—Ya te dije que era complicado. En realidad, no sé ni muy bien cómo explicarlo. Es... ¡Agh! Es frustrante.

El silencio se posó entre ellos, mientras Zelgadis buscaba las palabras adecuadas. Por desgracia, no encontró ninguna y, al final, conformó con estas:

—No lo sé. Creo que me da rabia o, más bien, me enfurece. Sí. Creo que eso alcanza a describirlo. Me enfurece sentir algo positivo por un hombre tan despreciable, por la persona que me hizo esto —Zel chasqueó la lengua y sus labios se curvaron—. Porque te vas a reír: resulta que esa misma persona también me daba café a escondidas; me alababa cuando me salía bien un hechizo. Y hay noches en las que sólo consigo acordarme de esos momentos. En esas noches...no sé.

—¿No sabes...? —le apremió ella.

—Déjalo. No es nada.

La princesa le dio un toquecito amistoso en el hombro y él hizo una mueca. Por un instante, se oyó cómo su piel de piedra crujía bajo los nudillos justicieros.

—¿Cómo que nada? Yo no creo que sea nada, Zelgadis. De hecho, parece que te preocupa mucho. Mira —continuó Amelia—, entiendo que no quieras contármelo a mí, pero creo que te sentirías mucho mejor si hablaras de esto con alguien.

La sandía, la princesa y el cuadernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora