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—Esto es tu culpa... Te odio —sollozó Melisa, como si sus palabras no fueran insignificantes para su receptor.

Juliet la ignoró, no valía la pena. Sin embargo, su indiferencia hacía enfurecer a su acompañante, quien no paraba de chillar y culparla por el desastre que las rodeaba.

¿Mi culpa? Mira quien habla, quiso enfrentarla. Pero qué más daba lo que quisiera, ella siempre era la responsable de todo. Por eso siguió callada y con su atención fija en el cuchillo que sostenía entre sus pequeñas manos, con la sangre resplandeciendo sobre la hoja metálica y que caía como cascada sobre las ligeras faldas de su vestido. Esas manchas sí que serán difíciles de quitar, pensó con tono burlón, imaginando cómo reaccionaría la encargada de lavar sus prendas, si es que ésta no estaba muerta ya. Tanta sangre parecía irreal, y no supo si pertenecería al hombre al que Melisa le lloraba pero que aún así la había abandonado; o si al sujeto al que Juliet le arrebató la vida y luego se desplomó a sus pies ante la sorpresiva mirada de sus espectadores. O puede que la sangre fuera de ella; sostenía tan fuerte el utensilio que no le sorprendería haberse abierto una herida.

—Te odio —repitió Melissa, esta vez frente a ella. No fue consciente del momento en que se acercó, aunque tampoco importaba. En aquel momento, todo le daba igual—. ¡Te odio, te odio, te odio!

Juliet la observó con desdén y soltó un resoplido, o al menos lo intentó. No notó las manos de aquella loca hasta que las tuvo rodeando su cuello y ejerciendo una desquiciada opresión; eso sí que dejaría una marca de por vida. A falta de aire, solo pudo pensar que la vista era perturbadora. Si entrecerraba un poco los ojos, daba la ilusión de que Juliet tenía una gemela malvada y ésta la estuviera asfixiando. Se odió por tener tan mala suerte y ser físicamente parecida a la villana de su historia.

—¡Te mereces todo lo que te suceda! —continuó diciendo la casi homicida al borde de la histeria—. No te bastó con ser una maldita mentirosa y manipularlo siempre a tu antojo, sino que ahora también eres una asesina. ¡¿Qué más quieres arrebatarme?!

Lo mismo que tú a mí.

Luchó por oxígeno, con una sensación de ahogo ardiendo en su interior. Pero ni siquiera ese dolor sustituyó lo que llevaba sintiendo por años. Empezó a sentirse mareada, y para colmo, ya no había una persona encima de ella sino tres. Tres personas idénticas a Juliet, eso sí que era aterrador. Se sintió como aquella vez que consumió drogas por accidente y entró en aquel laberinto de espejos; tantas réplicas de sí misma eran un peligro incluso para ella.

—¿Tanta envidia sientes que tuviste que apartarlo de mi lado? ¡¿Por qué lo hiciste?! Te lo di todo y así me pagas.

Esta vez, Juliet fue capaz de soltar una carcajada desenfrenada y, con un tono tan afilado como el cuchillo con el que había dictado su sentencia, escupió con resentimiento antes de sumirse en la inconsciencia:

—Después de todo, la mentirosa aquí eres tú. Sabes que nos hice un favor.

Porque él... él siempre me habría elegido a mí, y ese amargo pensamiento la hizo reaccionar.

Juliet despertó sobresaltada, tosiendo con descontrol y muy desorientada. Se llevó una mano al cuello y parpadeó varias veces con el propósito de enfocar la vista para descubrir dónde se encontraba: aquella lujosa habitación era inconfundible. Ni Melisa, ni los cuerpos o la sangre estaban allí, tan sólo el despreciable recuerdo y el ensordecedor dolor de cabeza que le propinó la pesadilla.

Oscuras Mentiras «Luminiscencia I»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora