VII: Visión

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Al abrir los ojos pudo sentir un peso menos sobre sus hombros, como si todas la preocupaciones que tuvo se hubiesen evaporado como por arte de magia.

Todo se veía extrañamente lejano.

Sin embargo, su visión se vio interferida por un resplandor que al adaptarse sus ojos distinguió que venía del cielo parcialmente nublado. Aturdido, con una mano detrás de su nuca, se sentó y al posar ambas manos a cada lado de su cuerpo sintió húmedo césped bajo sus dedos.

¿Dónde rayos se estaba?

Miró a los lados; solo había bosque por dónde sea que mirara. No le encontraba sentido a nada, no tenía recuerdos de haber llegado allí.

Se miró las piernas antes de moverlas, primero una y después la otra como si en mucho tiempo no las hubiera usado. Empleando cada extremidad de su cuerpo se ayudó a ponerse de pie. Llevaba los pies descalzos por lo que podía sentir el rocío. Le hacía cosquillas, se sentía bien.

Más allá de la confusión que le embargaba, se sentía extrañamente en paz. Como si de alguna manera supiera que debía estar en aquél lugar desconocido. Se frotó los ojos con cuidado, una y otra vez pero el picor en ellos no desaparecía.

—No hagas eso, te harás daño—escuchó una voz a su espalda pero no se sobresaltó a pesar de no reconocer a quién pertenecía pero se oía... Tan familiar. Con lentitud se dio la vuelta, aún con las manos en su rostro—. Cuándo te pique, solo lávate con cuidado o te pondré agua de manzanilla.

Unas manos tomaron las suyas. Suave. Tierno. Protector. Así era el tacto que le ofrecían; el desconocido le apartó las manos del rostro con cuidado, lo que le permitió saber de quién se trataba. Quién era el dueño de aquél tono dulce como la miel y ése tacto suave como el algodón.

Jeongin.

El miedo lo invadió por una fracción de segundo pero después se desvaneció, tan rápido como apareció. No pudo dejar de mirar el rostro de Jeongin, no era nada como lo había visto antes.

Su color de piel era hermoso, un tanto pálido con débil rosa tiñendo sus mejillas. Sus labios gruesos le sonrían, también poseían el mismo tono rosáceo. Sus pequeños ojos mostraban una expresión muy diferente a las que observó hasta ahora; inocencia, felicidad, confianza y un hermoso brillo en ellos. Se perdió en esos ojos tan lindos, tan puros.

—¿Dónde estamos? —atinó a preguntar sintiendo como la fresca brisa le golpeó el rostro. Las hojas de los arboles se movieron y estos parecieron emitir la más hermosa melodía.

Jeongin cambió su expresión por un momento, viéndolo con confusión, luego sonrió tomándolo de la mano. Se acercó lentamente hacia él, sus rostros estaban a una distancia mínima que aceleró el corazón de Changbin cuando sus respiraciones se mezclaron. El aire que entraba a sus pulmones jamás había sido tan dulce y ligero.

—En el único lugar que podemos estar juntos—murmuró Jeongin. Sus labios se tocaron, un contacto mínimo que no se extendió por más de pocos segundos.

Jeongin apretó el agarre en sus manos, miró a los lados y comenzó a correr tirando de Changbin. Él nunca se consideró un fanático del deporte o cualquier actividad física pero ahora sentía que necesitaba correr, lo más profundo de su alma se lo pedía.

Mientras corrían, reparó la vestimenta que Jeongin usaba; pantalones beige un tanto holgados hasta la rodilla, una camisa blanca pero manchada con mangas sueltas, le caía por debajo de la cadera evidenciando que no era de su talla y encima llevaba un chaleco negro de piel ceñido al cuerpo.

El Amante Del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora