XIV: Sonidos

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No espero que lo comprendan.

Yang Jeongin, el típico chico del que todos hablan en un pueblo pequeño, comenzó un par de años atrás cuando por accidente cayó sobre el cuerpo de otro muchacho en lo que intentaba bajar toda la mercancía de la carreta de su padre.

La posición fue comprometedora, sobre todo para todos aquellos que no vieron el origen sino solo el resultado: uno sobre otro, labios casi juntos, pero muchos juraron que los vieron besarse.

El otro chico se le vio tan apenado por el incidente que hasta sus orejas enrojecieron y pasó varios días sin salir de casa pero nada de eso pasó con Jeongin. 

Él no mostró vergüenza alguna y no hizo más que reírse mientras estuvo sobre el cuerpo de aquél chico, con sus labios casi besándole.

«Le ha gustado sentir el pene de ése chico contra el suyo» eran los comentarios que podías escuchar por las calles si caminabas en silencio, prestando atención a lo que pasaba alrededor.

No podía importarle menos a Jeongin.

Él no podía sentirse mal por lo ocurrido pues después de todo fue un simple accidente, por otro lado, efectivamente le agradó la cercanía del otro chico. Se sintió culpable los primeros días pero luego no encontró una razón lógica para abatirse, así que solo lo dejó pasar, solo hizo oídos sordos a los comentarios. No era un secreto que la mayoría de los hombres que presumían su masculinidad en el pueblo lo miraban con la frente en alto, por encima del hombro como si fuese menos que un asno, pero a él no le importaba ni un ápice.

«¿Por qué debería sentirme mal? Ellos deberían estar apenados por necesitar creer que son superiores a otros para ser felices» era lo que Jeongin le decía a su madre cada vez que ella insistía en dejar de lado algunas mañas que tenía o cosas que hacía, alentándolo a salir menos de casa.

«Solo ten cuidado, hijo mío. Éstas personas no están preparadas para alguien que piense diferente» esa era la respuesta que ella daba justo antes de dejarlo solo mientras se limpiaba las lágrimas.

Jeongin era un chico con encanto y coquetería intrínseca, aspecto que atraía problemas después de aquél incidente. Él intentaba suprimirlo e incluso cambiarlo pero ¿cómo hacerlo si era una parte de él?

Todas las tardes después de ayudar a su familia con la cría de animales y cosechas, se encerraba en la única habitación sobrante de su humilde vivienda. Estuvo destinada para su hermano menor que falleció pocos días después de nacer, desde entonces esa habitación se convirtió en su escondite secreto.

Cuándo las ventas eran buenas y su padre le daba un poco de dinero por su trabajo, él lo usaba para comprar pinturas, lienzos y pinceles; en una buena temporada Jeongin logró comprar todo lo que necesitó para hacer de aquella habitación su santuario. Amaba pintar y aunque le hubiese gustado compartir lo que pintaba, sentía que no tenían esa chispa para caracterizarse, no transmitían sentimientos, sensaciones, esa necesidad del artista de plasmar lo que sentía y eso le frustraba.

Solo pintaba cosas lindas, pero vacías.

Sus pinturas no transmitieron nada hasta el último día de cosecha, cuándo la luna se alzaba llena en el firmamento incluso antes que las estrellas. Jeongin siempre recordaría aquella tarde en el bosque dónde vio la puesta de sol.

Estaba sentado frente a un gran árbol con lágrimas en los ojos y la nariz roja por el llanto. Esa tarde en particular tuvo una discusión con su padre quién le reclamó por avergonzar su pequeña familia, Jeongin no hizo más que correr por el bosque hasta que sus piernas ya no dieron más.

El Amante Del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora