I

7 1 0
                                    

Era una tarde calurosa de noviembre; los relojes marcaban las dos y cuarto. El tráfico vehicular no estaba ni cerca de llegar a concluir. En las gasolineras, las ferreteras y los bares, los señores gustosos o de mal gusto, sin gustar de su trabajo o gustando del dinero, juraban y reían, o gritaban y se comunicaban con acentos terribles, y luego maldecían al fuerte viento que vino de pronto seguido de un imponente fragor en la periferia Este de Saltillo; en las tiendas de autoservicio los dependientes atendían con caras que bien podrían ser propicias para espantar clientes, si trabajaran en establecimientos familiares o propios; los viandantes más casuales y más o menos listos acudían a tales tiendas debido al clima acondicionado, el amplio espacio para desparramarse sin ningún asomo de aprecio por el espacio ajeno, dejar correr a los niños un rato para luego tener que gritarles, o porque las cervezas estaban en promoción, o como un joven anciano, Austio, quien en un intento de evitar que el fuerte viento le despeinara el cabello y terminara de arruinar su visión, entró lo más rápido que pudo a la sucursal de Casa Higares en la calle de Ampliación Otilio sin conseguir evitar la entrada de la polvareda. De un metro ochenta y un centímetros, de espalda ancha, relleno y malhumorado, con los pies tan planos que incluso con buenas suelas el piso le hacía jugarretas; tenía miopía y usaba lentes de mediana graduación, con armazón negro y delgado que dejaban al descubierto las partes inferiores de ambos cristales haciéndolo lucir como un erudito, más aún por el corte de cabello natural que ha cargado consigo desde que reparó en que debía dejarse de ridiculeces y cortárselo de una buena vez, hace tan solo un trío de meses, soltó un suspiro hundido en melancolía, anduvo cinco pasos adentro hasta que cayó en cuenta de que aún poseía su mochila en la espalda y retrocedió rápido a paquetería, ubicada justo a la derecha de la puerta, a la altura de la pared adyacente. Visitó el pasillo 2 de galletas y otros abarrotes como pan blanco, pan tostado, cereal etc., y salió por el otro extremo sin haber atisbado nada. Fue a dar a la zona de frutas y verduras, bordeó la zona y avanzó por los extremos de cada pasillo, al lado derecho de una fila de islas que en su interior todo estaba hecho una madeja de productos enlatados, envasados, empaquetados y otras eran más bien de frutas, otros de carnes, y alguno que otro estaba vacío, pero como era día de inventario todo era un completo desorden. Retornó en la última isla andando por la zona de carnes, pensando en que quizá debería ir hacia el otro lado, en busca de alguna chuchería que no costara arriba de doce pesos, pero toda búsqueda en la zona fue inútil, pues se aburrió, y reparó en que ya debía irse de ahí.

Salió forcejeando de la casa y anduvo cincuenta pasos hasta una gasolinera, y ahí se detuvo. Se resguardó en la pared que daba frente a la gasolinera y miró a un hombre furioso con su hijo, reprochándole su horrorosa calificación escolar, en lo que esperaban al dependiente. Los vidrios del vehículo en el que andaban estaban totalmente subidos para evitar que el viento fuera a colar o a llevarse algo, y por tanto esto último y por culpa del viento, ora la lejanía, Austio no podía escuchar nada. De no ser porque el chamaco llevaba su uniforme escolar bien limpio y de que lloraba con una serie de papeles tamaño carta entre las manos, no se habría enterado del asunto. A su derecha alcanzó a ver un volante que invitaba a la catequesis a cualquiera que se encontrara interesado, y, más al fondo, en la pared de concreto de una sucursal de muchas, y de muchas, de cierta línea de tiendas de origen mexicano, una mujer rubicunda, tosca y despreocupada fumaba un cigarrillo con singular tranquilidad. Reparó al instante en que eso era imposible con el viento presente, pero tonta no es —no tanto— pues fumaba a espaldas de un muro que la cubría. Pronto perdió de vista al señor con su hijo sufrido; al poco rato la mujer se encontraba fuera de su percepción también. Peor aún era que no se había dado cuenta de nada debido al viento presente y su favoritismo por privar de la vista a cualquiera que osara a darle la cara. El volante se había pegado a la pared en la que él se hallaba recargado, y sintió aversión por él, en el instante en que se arrepentía de su decisión, pero no tuvo mucho tiempo para meditar el regreso ni para mover un solo dedo cuando el viento cesó de golpe. Una que otra ráfaga golpeteaba las paredes, el suelo de las calles y a algunos transeúntes, además de algunos puestos de cualquier cosilla que uno desee por ocasiones; de manera esporádica, que nada tenía que ver con el vigor y ganas de enchinchar del viento anterior. Continuó entonces su paso por la banqueta verde de la gasolinera como de pronto pasó a andar por la gris clásica de las calles de Saltillo, todas cuarteadas por el descuidado y torpe paso de los transeúntes, y el no control de calidad, al igual que las propias vías, que a su vez están bordeadas de pequeños o grandes negocios, de marcas de renombre o familiares, misceláneas, supermercados y una iglesia. En sus audífonos la canción más encantadora que había escuchado hasta el momento se reproducía vez tras vez, paso tras paso, y cuando acordó habían pasado ya quince minutos de paso largo, veloz y medio accidentado a causa de otros transeúntes y uno que otro "atajo" para evitar asaltos. Se encontraba a un par de calles de la joven hermosa Lucy, el único motivo suyo para soportar dos mil doscientas más ventiscas de bomba vigía para poder llegar a ella, a pesar de lo malo que pudiera haber, recompensando y vanagloriando lo poco bueno a poder esperar, pero gustoso de cavilarlo cuando puede. Al ir absorto en su fantasía amorosa, apenas logró evadir a un transeúnte que iba en sentido contrario. El sujeto dio media vuelta de tronco y sin detenerse le juró con acento lamentable y no paró hasta torcer en una esquina, entonces Austio dobló en la opuesta.

El Anillo - Historia de la  Segunda Guerra parte 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora