Eran las últimas palabras de quien había perdido la fe en ellas.

Era un adiós a las gaviotas en una playa desolada.

Si se podía despedir en pleno mar

¿a quién no le podría decir adiós?

Era definitivo —aunque no se quisiera ver—:

apenas fue un soplo contra los halcones

y se sintió como

el capítulo arrancado de un libro singular,

el cielo metido sin piedad en mis pulmones con la nostalgia incluida,

tener acuarelas oscuras debajo de los ojos mientras el otoño ardía.

Te dije adiós

—tú no lo supiste: el olvido te lo dirá—

y el medio mundo que teníamos sucumbió

no por tempestad

no por hastío

no por maldad;

se murió por la falta de equivalencia al darte más de lo que querías,

se murió cuando pagaste la luz con oscuridad

y la música con silencio.

Supongo que empujé muy fuerte

y por cada grieta se fue colando nuestra historia.

Y dolió más porque acepté esas grietas como mías

con la soledad de quien acepta la bancarrota anímica:

me declaré en quiebra

de ti. 

AUREALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora