Segunda Parte

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Una vez en su habitación, María se arrodilló frente a su cama y, con la cabeza apoyada en sus manos entrelazadas, empezó a rezar.

- Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad... -empezó a decir, pero poco a poco su voz desapareció hasta convertir su oración en algo prácticamente mental y silencioso.

Tardó varios minutos en terminar, como si hubiera saboreado cada sílaba de su plegaria. Respiró profundamente y entonces miró al frente, a la oscuridad. Afuera, la luna estaba oculta por las nubes, por lo que apenas entraba luz a través de la ventana enrejada y todo estaba sumido en tinieblas..

- Padre, tengo miedo. Sé que no debería, ya que tú me proteges, del mismo modo que proteges a mis hermanas y a nuestra querida abadesa. Aún así, tú bien conoces el corazón de los hombres. Tengo miedo de lo que pueda suceder a las personas de allá afuera, a mis padres, a los pobres niños que nada tienen que ver con las decisiones de los mayores -María respiró mientras una pequeña lágrima brotaba de uno de sus ojos. Acarició lentamente su rosario-. Espero que puedas ayudarnos. Dios te salve María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres de entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre Jesús... -y nuevamente las palabras de María fueron enmudeciéndose para sólo sonar en su interior, en su mente. Después de rezar el rosario, se acostó para dormir.

La celda era bastante sencilla. Una cama, una mesilla y un armario, todos de madera. Un pequeño crucifijo en la pared y una ventana con barrotes. Había luz eléctrica, pero no la usaban. No es que les estuviese prohibido hacerlo, pero no la necesitaban. Cuando era de noche directamente se acostaban. Pero quizá, alguna noche, la luz sí brillaba en la habitacón de la abadesa.

Aquella noche María tuvo una sueño muy real, como si hubiera sucedido de verdad. Despertaba en el convento, pero todas las puertas estaban abiertas. Todo estaba desierto, y por más que llamaba a sus hermanas o a la abadesa nadie contestaba. Revisó todas las estancias, las cocinas, los aseos, la pequeña capilla... Todo estaba vacío.

Entonces, con temor, pensó en la reja, la pequeña separación con el mundo exterior. ¿Estaría abierta también aquella puerta? De ser así, sus hermanas habrían salido por ahí, pero alguien podría haber entrado también. Su mente le mostró imágenes de maleantes atacando el convento. Aunque se tratara de un sueño pudo sentir su corazón latir sin parar. Incluso una gota de sudor cayó por su frente.

Aún así, sacó valentía y caminó con decisión hacia la habitación de la reja. La puerta que daba a ella estaba cerrada. Dudó si abrir la puerta, pero finalmente lo hizo. Al otro lado se encontró lo inesperado. Al otro lado de la reja cerrada estaba su hermano, el padre Fernando.

- Cuánto tiempo, querida hermana -dijo Fernando sonriendo.

- ¿Padre? ¿Eres tú? ¿Dónde están las hermanas? -preguntó ella acercándose a los barrotes.

- Tranquila, sólo he venido a hablar contigo. El resto no me son necesarias.

- ¿Qué ha sucedido?

- Aún nada, pero necesito que sepas una cosa. Es importante que me escuches bien.

- Haré lo que me pidas -dijo ella entrelazando sus manos.

- Necesito que reces. Sé muy bien que lo haces, pero por favor, reza mucho. Llegan tiempos difíciles para todos, y nuestras religión pasará muchos baches. No podemos hacer nada por evitarlo, es ley de vida, es lo que Dios nos da. Jamás pienses que Dios nos ha fallado.

Y entonces María despertó. Todavía era de noche pero para ella había pasado una eternidad. Hacía años que no tenía un sueño como aquél, y obviamente, con lo que sucedía en el mismo, debía tratarse de un mensaje divino. Sólo podía tratarse de eso.

Entonces, tras tardar casi una hora en volver a conciliar el sueño, durmió plácidamente, contenta y gozosa en su interior al creer que recibió la visita de Dios en su humilde celda. Y así, con la misma alegría y optimismo, despertó e hizo lo que ordenó en sueños su hermano, el Padre Fernando. Rezó a Dios con todo el amor posible. Estuvo encerrada en su celda incluso a la hora de la comida. Estuvo tan metida en sus meditaciones, que no quisieron interrumpirla para decirla que su hermano había fallecido el día anterior en los disturbios de la ciudad.

“Mejor será hacerlo en otro momento, al día siguiente, por ejemplo”, pensó la abadesa con profunda pena. Pero jamás pudieron decírselo. Aquella noche María desapareció del convento.

- Y así fue como aparecí aquí.

- ¿No recuerdas nada de lo que sucedió? Es decir, si viste a alguien cogerte o hacer algo. Por algún lado tuvieron que entrar -preguntó Helena.

- Nada. No sentí nada. Simplemente, aparecí aquí y vestida con este uniforme -respondió María mientras seguía tirando de la gran rueda junto a sus compañeras.

Se quedaron en silencio, pensativas, exhaustas de no parar de tirar de las cuerdas. En lo alto de la pared seguía allí, estático, el guardia vestido de blanco. Aunque desde dónde se encontraban no podían verle la mirada, sabían perfectamente que no les quitaba el ojo de encima.

Tomaron esos minutos de silencio como un descanso. María de reposo al haber soltado lo que llevaba dentro de su cabeza, y Helena y Rosa para pensar sobre lo que acababan de oír. Sus mentes trataron de descansar, pero sus cuerpos no podían.

- Dios... cómo me duelen los brazos -comentó Rosa quejándose.

- Tratemos de no tirar tan fuerte -dijo Helena-. Supongo que mientras la rueda gire, no dirá nada.

Las otras dos pensaron que era buena idea y juntas empezaron a tirar con menos fuerza. El silencio se hizo otra vez. Sólo podía oírse el interminable girar de la gigantesca rueda a sus pies.

- ¿Y tú como llegaste aquí? -preguntó Rosa a Helena-. Es decir, qué pasó antes de que llegases.

- Déjame recordar...

LA RUEDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora