Cuarta Parte

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- ¿Le has visto? ¿Te parece normal que haga eso? -dijo Helena muy ofendida.

- No sé, la verdad... -su madre no pudo seguir hablando, porque rompió a llorar.

- ¿Qué sucede? No te pongas así mamá, son cosas de hermanos -dijo ella tratando de tranquilizarla.

La madre se tapaba la cara con las manos, sentada en una silla en esa oscura habitación. Lo hacía como si fuera lo último que tuviera que hacer en su vida. Helena le preguntó varias veces que por qué lloraba. Llegó a odiar a su hermano porque le veía como único culpable de la situación de su madre. Era incapaz de ponerse a si misma parte de la culpabilidad.

- Tranquila. No es nada. Solo es que... Todo esto puede conmigo -empezó a decir la madre buscando unos pañuelos en su bolso. Cuando los encontró se limpió el rostro-. Tú, tu hermano, tu padre... todo es demasiado.

- Entiendo...

- No, no lo entiendes, y no te culpo por ello. Es lógico que no lo hagas. Vosotros siempre vivisteis lejos de aquí y de nuestra realidad. Para vosotros debe ser difícil entrar de lleno en este mundo. Ya sabes, tener una vida de estudiante universitario y de repente trabajar en una pescadería... Debe agobiar a mucha gente.

- No creo que sea por eso, mamá. Lo que sucede es que Tomás y yo... nunca nos hemos llevado del todo bien.

- No hace falta que lo jures. Una madre es consciente de todo lo que sucede en su casa, incluso cuando los hijos intentan poner su mejor cara frente a sus padres -Helena sonrió y se sonrojó al oír aquella palabras-. Pero tal vez lo que más me afecte es este lugar.

- ¿La pescadería?

- Así es. No sólo se trataba de un negocio. Era parte de nuestro hogar. Yo acompañé a tu padre en sus momentos más difíciles aquí dentro. Aunque yo no hiciera nada dentro del negocio, siempre estaba ahí para que él se apoyase en los momentos más difíciles.

Helena se apartó del lado de su madre para sentarse en el asiento de enfrente. Se acomodó y apoyó su cabeza en sus manos. Se sentía como una niña pequeña a punto de escuchar una historia. Un cuento. Una anécdota.

- Sin embargo ahora, cuando entro aquí lo único que veo es a mis dos hijos, carne de mi carne, discutir por cualquier nimiedad. Obviamente en los trabajos en grupo surjen problemas, pero lo vuestro es un sin vivir -dijo la madre quejándose-. Intento estar aquí presente, con vosotros, para que os apoyéis en mi del mismo modo que lo hacía vuestro padre en los momentos difíciles, pero no sirve de nada. Será que me he vuelto una vieja inútil después de todo...

- Oh, no digas eso mamá. Sólo es que Tomás y yo somos un poco...

- Cabezotas -concluyó la madre.

- Sí, tal vez sí.

- No, "tal vez" no. Lo sois. Yo, que os veo desde fuera, puedo asegurarlo. Sois muy cabezotas -y sin que ellas misma quisiese empezó a reírse. Fue un risa contagiosa. Helena no pudo evitar y acabó llorando de risa-. En fin, a veces llegáis a ser muy cómicos.

- Sí, no te lo pongo en duda... -Helena se quedó mirándo fijamente a su madre-. Mamá... muchas gracias.

- ¿Cómo?

- Sí, muchas gracias por todo lo que haces por la familia. A veces no nos damos cuenta, pero siempre estás ahí.

- No te preocupes. Así somos las madres -respondió la madre sonrojándose levemente. Era prácticamente la primera vez que alguien agradecía sus labores de madre.

Se hizo el silencio. Fuera del establecimiento, lejos, podían oirse los pasos de la gente transitando, los coches pasando a toda velocidad por las calles. Voces de diferentes personas que caminaban con rapidez para recogerse en casa. Era de noche y el tiempo había empeorado. Allí no había empezado a llover, pero en algunos puntos cercanos ya lo estaba haciendo.

LA RUEDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora