El Cementerio de Prefia

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La velada prometía ser perfecta visualmente, pero mortífera para mi moral y orgullo. Los murmullos críticos de los invitados, los martinis y el caviar para saciar la sed y el hambre de veneno, los cuellos blancos y el desfile de faldas largas de exquisita seda, todo eso, era la "Fiesta del Mirlo", nombre, que la madre del archiduque, Irene Teller había asignado en honor a una de las excéntricas mascotas que su querido hijo, Máximo, le trajo como obsequio de uno de sus viajes por altamar.

Patético.

Le di un trago a la copa de vino tinto que sostenía para disimular mi gesto de repugnancia.

Nunca terminaba de sorprenderme el mal gusto que podían tener los nuevos ricos, en especial a la familia de Max, parecía que no sabían cómo utilizar y malgastar su dinero, de todos los terrenos y fincas de venta por Inglaterra, tenían que comprar trece hectáreas y con ellas incluido el Cementerio de Prefia.

¿Era la única que pensaba en la tétrica idea de tener como vecinos cadáveres el jardín?

Con la fama que tenía ese pedazo de tierra, el cementerio donde los muertos regresan.

Me recorren escalofríos de sólo pensarlo, todos esos cuerpos descomposición, siendo el regocijo de los gusanos y de la inmundicia...asqueroso.

Exhalé ruidosa y pesadamente.

Con más ruido del necesario para ser precisa, porque atrajo a una que otra mirada expectante de la tragedia ajena.

Pero, falta poco para que llegue el día donde todo cambiará, porque al unirme de forma contractual a eso llamado, "matrimonio", al casarme con Max, no tardare en cerrarle la boca y poner en su lugar a toda esta gentuza de cabeza hueca y bueno, por otro lado, dedicarme a sobrevivir al lado del tonto que será mi esposo, porque bien sé que me costara el corazón y mis sentimientos en bandeja de oro, pero a cambio, dedicare la vida a drenarle hasta el último penique que tenga su apellido, y juro por Dios que lo primero que haré será destruir ese aberrante cementerio putrefacto y mandar traer a los mejores arquitectos de Europa para remodelar la casa, mi futura casa, con la suite francesa más grande y lujosa entre todas las residencias de la clase alta.

—Buenas noches señorita Ana—dijo una voz varonil sacándome de mi banal ensoñación.

El cuerpo se me tensó un poco.

Dejé la copa en el primer lugar que encontré y con elegancia, di media vuelta para ver encarar al rostro de aquella masculina, gentil y conocida voz y, ahí estaba, William Larralde Brown, mi primer y único gran amor.

Mi cuerpo se llenó de júbilo, y pude percibir ese distintivo calor de la sangre subiendo por mis mejillas pecosas.

—Buenas noches, Larralde—lo saludé en algo que apenas sonó como un susurro.

—No me llames por mi apellido Ana, que yo no lo hago—me pidió sin vergüenza alguna—, llámame por mi nombre de pila, como solo tú sabes hacerlo—sonrió y los hoyuelos se le marcaron de forma cautivadora y picara.

Se acercó lentamente hasta desaparecer la distancia entre nuestros cuerpos y sin importarle lo demás, me envolvió con sus fuertes y cálidos brazos, un gesto tan simple, pero tan tierno e íntimo entre nosotros.

Tenía medio año sin verlo, seis meses en los cuales lo había extrañado con locura. Su padre, el comandante Alejandro Larralde Yuste, un español que en uno de sus viajes a Inglaterra por azares del destino conoció a la madre de William, la distinguida Olivia Brown, se enamoraron, a primera vista diría yo, pero, desgraciadamente, falleció alrededor de dos años atrás por causa de la fiebre amarilla y desde ese suceso, William tuvo que someterse a ser la cabeza de la familia, además de cumplir con los sueños y altas expectativas de su padre sobre continuar con la sangre de guerra que corría con el peso de su apellido, por ende,  olvidar sus sueños convertirse en médico militar.

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