EL PRESO

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Después de la singular transformación de Aramis en confesor de la compañía, Baisemeaux

dejó de ser el mismo hombre. Hasta entonces Herblay había sido para el gobernador un pre

lado a quien debía respeto, un amigo a quien le ligaba la gratitud; pero desde la revelación

que acababa de trastornarle todas las ideas, Aramis fue el jefe, y él un inferior.

Baisemeaux encendió por su propia mano un farol, llamó al carcelero, y se puso al las

órdenes de Aramis.

El cual se limitó a hacer con la cabeza un ademán que quería decir: “Está bien”, y con la

mano una seña que significaba: “Marchad delante”.

Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió.

La noche estaba estrellada; las pisadas de los tres hombres resonaban en las baldosas de las

azoteas, y el retentín de las llaves que, colgadas del cinto, llevaba el llavero subía hasta los

pisos de las torres como para recordar a los presos que no estaba en sus manos recobrar la

libertad.

Así llegaron al pie de la Bertaudiere los tres, y, silenciosamente, subieron hasta el segundo

piso, Baisemeaux, si bien obedecía, no lo hacía con gran solicitud, ni mucho menos.

Por fin llegaron a la puerta, y el llavero abrió inmediatamente.

––No está escrito que el gobernador oiga la confesión del preso ––dijo Aramis cerrando el

paso al Baisemeaux, en el acto de ir a entrar aquél en el calabozo.

Baisemeaux se inclinó y dejó pasar a Aramis, que tomó el farol de manos del llavero y entró;

luego hizo una seña para que tras él cerraran la puerta.

Herblay permaneció por un instante en pie y con el oído atento, escuchando si Baisemeaux y

el llavero se alejaban; luego, cuando estuvo seguro de que aquéllos habían salido de la torre,

dejó el farol en la mesa y miró a todas partes.

En una cama de sarga verde, exactamente igual a las demás camas de la Bastilla, aunque

más nueva, y bajo amplias y medio corridas colgaduras, descansaba el joven con quien ya

hemos hecho hablar una vez a Herblay.

Según el uso de la prisión, el cautivo estaba sin luz desde el toque de queda, en lo cual se

echa de ver de cuántos miramientos gozaba el preso, pues tenía el privilegio de conservar la

vela encendida hasta el momento que va dicho.

Junto a la cama había un sillón de baqueta, y, en él, ropas flamantes; arrimada a la ventana,

se veía una mesita sin libros ni recado de escribir, pero cubierta de platos, que en lo llenos

demostraban que el preso había probado apenas su última comida.

Aramis vio, tendido en la cama y en posición supina, al joven, que tenía el rostro escondido

en parte por los brazos.

La llegada del visitador no hizo cambiar de postura al preso, que esperaba o dormía.

Aramis encendió la vela con ayuda del farol, apartó con cuidado el sillón y se acercó al la

El hombre de la máscara de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora