NÉCTAR Y AMBROSÍA

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Fouquet tuvo el estribo al rey, que, apeándose, se enderezó graciosamente, y, más

graciosamente aún, tendió la mano al superintendente, que la acercó respetuosamente a sus

labios a pesar de un ligero esfuerzo del monarca.

El rey aguardó en el primer recinto la llegada de las carrozas, que no se hicieron esperar. Las

damas, que llegaron a las ocho de la noche, fueron recibidas por la señora superintendenta a

la claridad de una luz viva como la del sol, que surgió de los árboles, jarrones y estatuas, y

duró hasta que sus majestades hubieron desaparecido en el interior del palacio.

Todas aquellas maravillas, amontonadas, todos aquellos esplendores de la noche vencida, la

naturaleza enmendada, de todos los placeres, de todas las magnificencias combinadas para la

satisfacción de los sentidos y del espíritu, Fouquet los ofreció realmente a su soberano en

aquel encantado retiro, del que soberano alguno de Europa podía vanagloriarse entonces de

poseer otro equivalente.

No hablaremos del gran festín que reunió a sus majestades, ni de los conciertos, ni de las

mágicas metamorfosis, nos limitaremos a pintar el rostro del rey, que, de alegre, expansivo y

satisfecho como era al principio, luego se volvió sombrío, reservado, irritado. Recordó su

palacio y el mísero lujo de éste, que no era sino el utensillo de la realeza y no propiedad del

hombre––rey. ¿Los grandes jarrones de Louvre, los antiguos muebles y la vajilla de Enrique

II, de Francisco 1, y de Luis XI, no pasaban de monumentos históricos, de objetos de valor

intrínseco, desechos del oficio del rey? En el palacio de Fouquet, el arte competía con la

materia. Fouquet comía en una vajilla de oro que habían fundido y cincelado para él, artistas a

su sueldo, y bebía vinos de los que el rey de Francia ni aun conocía el nombre, y les bebía en

vasos cada uno de los cuales valía más que toda la bodega real.

¿Y qué diremos de los salones, de las colgaduras, de los cuadros y de los criados y lacayos de

toda especie? ¿Qué del servicio, allí donde el orden sustituía a las etiquetas, el bienestar a las

consignas, y el placer y la satisfacción del huésped eran la ley suprema para cuentos al

anfitrión obedecían?

Aquel enjambre de criados que iban y venían silenciosamente, aquella muchedumbre de

convidados menos numerosa que los servidores, el incalculable número de manjares y de

vasos de oro y plata; los raudales de luz, las flores desconocidas de que se habían despojado

los invernaderos como de una sobrecarga, puesto que aun estaban lozanas; aquel conjunto

aromático, que no era más que preludio de la fiesta prometida, llenó de regocijo a todos los

asistentes, que una y otra vez manifestaron su admiración, no con la voz y el ademán,

lenguajes del cortesano que olvida el respeto debido al su señor, sino con el silencio y la

intención.

El hombre de la máscara de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora