Aramis se apeó para tener la portezuela al príncipe, el cual se estremeció de los pies a la
cabeza al sentar la planta en el césped, y dio una vuelta alrededor de la carroza con paso
torpe y casi tambaleándose, como si no estuviese acostumbrado a caminar por la tierra de los
hombres.
Eran las once de la noche del 15 de agosto; gruesas nubes, presagio de tormenta, cubrían el
espacio y ocultaban la luz de las estrellas y la perspectiva. Las extremidades de las alamedas
apenas resaltaban sobre los sotos por una penumbra gris opaca perceptible tan sólo, en medio
de aquella negrura, tras atento examen. Pero el olor de la hierba, las acres emanaciones de
las encinas, la atmósfera templada por vez primera después de tantos años le envolvía, la
inefable fruición de libertad en medio del campo, hablaban un lenguaje tan seductivo para el
príncipe, que, sea cual fuere el recato, casi diremos el disimulo de que hemos intentado dar
idea, dio rienda a la emoción y exhaló un suspiro de gozo.
Poco a poco levantó el joven su entorpecida cabeza, y respiró las diferentes capas de aire a
proporción que le acariciaban el rostro cargadas de aromas. Con los brazos cruzados sobre el
pecho como para impedirle que reventara a la invasión de aquella nueva felicidad, aspiró con
delicia al aire desconocido que de noche circula bajo las bóvedas de los altos bosques. Aquel
cielo que se le ofrecía a la mirada, aquellas aguas que le enviaban sus murmullos, aquellas
criaturas a quienes veía moverse, ¿no eran la realidad? ¿No era un loco Aramis creyendo que
en el mundo podía anhelarse más?
La embriagadora perspectiva de la vida campestre, libre de cuidados, temores y escaseces, el
océano de días venturosos que reverbera a los ojos de la juventud, he ahí el verdadero cebo
en que puede quedar prendido un infeliz cautivo, gastado por las piedras del calabozo,
enervado por la falta de aire de la prisión. Y aquél fue el cebo que le presentó Aramis al
ofrecerle los mil doblones y el encantado edén que ocultaban a los ojos del mundo los
desiertos del Bajo Poitú.
Tales eran las reflexiones que se hacía Aramis mientras con ansiedad indecible seguía la
marcha silenciosa de las alegrías del príncipe, a quien veía abismarse gradualmente en las
profundidades de su meditación.
Con efecto, Felipe, absorto, ya no tocaba con los pies en el suelo, y su alma, que de un vuelo
subiera hasta el excelso trono, suplicaba a Dios que en medio de aquella incertidumbre, de la
que debía salir su vida o su muerte, le concediese un rayo de luz.
Fue aquel un momento terrible para el obispo de Vannes; y es que aun no se había
encontrado nunca en presencia de un infortunio tan inmenso. Aquella alma de bronce,
acostumbrada a luchar contra obstáculos ante los cuales no se halló jamás inferior ni vencido,
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El hombre de la máscara de hierro
RandomDiversos historiadores y escritores han relatado cómo fue la misteriosa vida de “El Hombre de la Máscara de Hierro”. El principal fue Voltaire, quien estando en la Bastilla en calidad de reo, recibió narraciones de presos más antiguos que hablaban d...