Anoche te vi. En la mesa más alejada del restaurante. Línea recta en diagonal que me mostraba permanente tu perfil.
Me hubiera gustado decir que te vi mal, más mayor, desmejorado, pálido y evanescente. Pero mentiría.
Estabas como siempre.
Y aún así, sigo mintiéndote. Estabas mejor que nunca, renovado, como si fueras una edición remasterizada y resplandeciente.
Te observé. Hubiera querido verte triste, serio, preocupado, cabizbajo, distraído, como pensando aún en mí. Pero no sería objetivo. Estabas tranquilo, en calma y relajado.
Y debería ser más honesto aún y decirte que en realidad se te veía muy feliz, regalando sonrisas que cruzaban afiladas la diagonal de salón hasta la boca de mi estómago.
Nadie me creería si contara que te vi solo, aislado, rodeado de indiferencia e invisible al mundo. Pero no, estabas con el que allí ocupaba la silla en la que yo querría estar sentado para recibir el brillo de tu mirada, donde yo debería ser la causa de tus sonrisas.
Sin embargo, yo estaba aquí, en tu diagonal si miras a la derecha, invisible, rodeado de indiferencia, con un rictus de tristeza y amargura, inquieto y totalmente inexistente para ti. Descubrí que era yo el que me estaba castigando, era el que se estaba matando con su propio veneno, era yo el malo de mi propia película.
Y dejé de mirar en diagonal, giré al frente mi cabeza, relajé mis manos y hombros, cerré los ojos, respiré hondo, y los abrí a un futuro sin ti.
¡Hasta siempre!
FIN