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Había una vez un joven llamado Ciel, cuyo destino parecía no favorecerlo. A muy corta edad perdió a su madre, y su padre al poco tiempo se casó con una mujer que a su vez tenía dos hijos pensando que era lo mejor para los lazos familiares. Pero la desgracia llegó de nuevo a la vida de Ciel al perder a su padre de manera inesperada, con mucha tristeza pensaba en la idea de ser huérfano y a sentirse más solo que nunca.

Al principio su madrastra era muy amable aunque después de unas semanas empezó a tratarlo como un sirviente. Él no estaba listo para tales labores pero resignado por su triste destino con bastante práctica durante unos años comenzó a realizarlas mejor ahora siendo un adolescente hacia el servicio doméstico para tres seres tan flojos que no se cansaban de fastidiarlo y ordenarle que hacer.

—Nunca aprendí a pelar bien estas papas. —Murmuró malhumorado mientras trataba de pelarlas.

—Es que siempre te pones ansioso al pelarlas.

Le replicó un pequeño ratoncito que era su amigo, ya que en este mundo mágico los animales hablaban con los de corazón puro. Ciel el protagonista de nuestra historia estaba hastiado de ser tratado como un sirviente y harto de pelar papas pero en el fondo de su ser, era muy inocente y puro, soñaba con un futuro donde todo fuera mejor.

—¡Cieliciento! ¿Dónde estas Cieliciento?

Era el grito de una mujer por toda la modesta mansión, hasta que ella llegó a la cocina donde estaba el joven, su amigo el ratoncito se escondió porque temía a la odiosa madrasta. 

—No me agrada que me llame de esa forma. Mi nombre es Ciel.

—Para mi eres Cieliciento, el mugroso y horrible Cieliciento…

Le aclaró la mujer de rojizos cabellos mientras lo miraba de pies a cabeza de forma muy despectiva. Ciel empuñó su mano con enojo y parecía desafiarla con la mirada.

—¿Vino solo a molestarme o desea algo? —Ciel cuestionó conteniendo su enojo.

—Venia a decirte que una carta importante vendrá en estos días apenas llegue debes hacérnoslo saber. Solo eso… Y apúrate con la comida que mis bellos hijos y yo morimos de hambre. —Diciendo eso se retiraba haciendo muecas de desagrado mientras caminaba.

—Ojalá se murieran pronto… —Murmuró otro malhumorado ratoncito de cabello rubio.

—No digas eso Bard… Luego le echan la culpa a nuestro Ciel. —Le regañó una ratoncita de cabellos rojos que se asomaba tímidamente.

—Ciel… Si le ponemos veneno a sus papas fritas no lo notarían. —Persistía con malicia Bard, el joven con una sonrisa se les acercaba.

—Nada de veneno… Nada de bombas. Ya estoy reuniendo suficiente dinero para irme de aquí pronto.

—Pero no es justo por ley esta es su residencia, no de su madrastra. —La ratoncita replicó con molestia.

—Si pero siempre dice que mi padre se la dejó a ella y yo no tengo donde ir.

Con resignación en un murmullo dijo mientras terminaba de pelar unas papas, todos se quedaron en silencio entonces apareció el ratoncito más joven con una idea que compartió con todos.

—Si una princesa se enamorara de usted podría irse a vivir a un lindo castillo y ya no tendría que ser sirviente nunca más. —Decía muy ilusionado con buenas intenciones.

—Esas cosas no pasan… Además… ustedes saben… —Ciel murmuró nervioso— A mi no me gustan las princesas, ni las chicas en si.

—Si ya lo sabemos… No tiene que apenarse por ello. —Le trataba de animar la ratoncita.

Entonces su conversación fue interrumpida por el sonido de un carruaje que parecía estacionarse frente a la puerta principal. El joven con prisa fue a recibirlos, era el carruaje real donde un caballero le entregó en sus manos una invitación a un baile, en la cual eran todos invitados; él podía ser un sirviente ahora pero el buen apellido aún lo conservaba, así que se ilusionó mucho de poder asistir. Con prisa fue a dejar la invitación a su madrastra, quien estaba con sus dos pesados hijos en la biblioteca, todos emocionados abrían el sobre y ciertamente era la invitación al baile.

—¡Madre iremos al baile! —

Exclamaron emocionados los dos jóvenes, Ciel con una sutil sonrisa veía su emoción entonces todos se quedaron en silencio cuando el jovencito les decía. “Yo también iré…” Riéndose burlonamente ante sus palabras.

—Claro que no irás… Un mugroso como tu solo nos haría quedar en vergüenza.

Con su tono arrogante aclaró Grell, su madrastra, sin dejar de mirarlo con desprecio, Ciel sintiéndose humillado sin decir nada solo contuvo las lagrimas mientras salía de la biblioteca escuchando tras de si como los tres seguían burlándose.

Con su tono arrogante aclaró Grell, su madrastra, sin dejar de mirarlo con desprecio, Ciel sintiéndose humillado sin decir nada solo contuvo las lagrimas mientras salía de la biblioteca escuchando tras de si como los tres seguían burlándose

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