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Ya no quedaba nada

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Ya no quedaba nada.

Solo tres minutos más. Solo tres minutos más y podría reencontrarse con la persona que más amaba en el mundo después de demasiados años sin saber la una de la otra.

Narkissa al fin vería a su madre.

No se lo podía creer. Al fin tantos años de esfuerzo habían merecido la pena e iba a lograr su más grande propósito. Vivió desolada desde la partida de su madre cuando no era más que una niña. No entendió nada cuando su madre ya no estuvo a su lado y ella tuvo que ir a vivir con su padre. No lo entendía. No le gustaba. Pero conoció a Alena, esa cosita minúscula que yacía en la cuna, siempre llorando para pedir lo que quería. Y cierto era, los lloros eran siempre los protagonistas en ese piso de mala muerte en el que vivían, y como era de esperarse, estando Jeremiah alcoholizado siempre, era Narkissa la que tenía que hacerse cargo de su hermana.

No fue tarea fácil. Cómo serlo si nunca había ingresos en casa. Todo el dinero que podría haber, su padre se lo gastaba en alcohol y en el juego. Lo que provocaba que siempre estuviese endeudado y tuvieran muchas visitas indeseadas en ese cuchitril que llamaba casa.

Uno de esos días, aparecieron dos tíos símiles a unos armarios y un hombre corpulento y graso con una mirada realmente imponente, en la casa, y conversaron no muy amigablemente con su padre. Bueno, realmente no fue una conversación, para eso se necesitan dos personas hablando, y en este caso, el único que hablaba era el hombre que daba órdenes a los dos armarios, mientras estos dejaban la cara de Jeremiah ensangrentada.

Narkissa se había encerrado en una habitación con la bebé nada más escuchó la puerta sonar. Justo como siempre hacía. Pero ese día los gemidos incesantes de su padre asustaron mucho a Alena, quien comenzó a llorar como si no hubiera un mañana, siendo tarea muy difícil poder tranquilizarla. La mayor estaba aterrada, sabía que si no conseguía que su hermana se callase, los hombres de fuera sabrían su paradero y a saber qué locuras podrían hacer con ellas para pagar las deudas de su padre. Debía tranquilizarla, pero no pudo; ya fue tarde cuando escuchó la puerta abrirse.

En la habitación entró el hombre de mirada terrorífica y oscura, quien al divisar a la niña cogiendo a un bebé lloroso en brazos, se quedó rígido, más cuando vio su cabellera pelirroja tan característica.

Los ojos del hombre se volvieron más suaves, y con una sonrisa dijo:

—Narkissa, cuanto tiempo sin verte.

Sabía su nombre, y eso hizo que, asustada, diese un paso hacia atrás. Él se dio cuenta, e intentó utilizar otras palabras para que no tuviese tanto miedo de él.

—Perdona mis modales, debería haberme presentado antes —habló un poco nervioso. Lo cierto era que no tenía ni idea de cómo tratar a los niños —. Me llamo Ascisian, y bueno, soy amigo de tu madre.

Conocer a ese hombre cambió por completo la vida de la niña, pues como bien dijo Ascisian, él conocía a su madre, y en su tiempo fueron muy íntimos, por lo que ver a la pobre pelirroja en una situación como esa, hizo que recordase a Meysie y lo maravillada que hablaba de su hija. Quería ayudarla.

La chica de las cancionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora