Es ridículo pensar demasiado mi futuro. Es tan ridículo evitar aquello a lo que soy afín. Mi primer acercamiento al arte fue cuando yo era muy pequeña, tan pequeña que apenas puedo recordarlo. Recuerdo yo haber escuchado en cuentos sobre el ballet, sobre las bailarinas y como flotaban al son de la música, eran tan delicadas y a la vez tan fuertes. Yo sólo pensé en la magia e inmediatamente quise intentarlo. Mis padres me inscribieron a clases de baile contemporáneo. Camino a la clase me explicaban que fue lo más barato y cercano que habían encontrado, pues mi ciudad natal no era muy grande y los exponentes del ballet eran casi inexistentes en ese momento. Estaba muy emocionada, había llegado con saltitos y una sonrisa de oreja a oreja al salón de baile, me recibió mi maestra, quien era una mujer esbelta y con ojos grandotes. Cada vez que me acuerdo de ella sólo me viene a la mente su suave voz y su olor a perfume.
Al inicio estaba muy confiada y segura, iba a lograrlo. Hacía todo lo que me pedía a mí y a mis compañeras, las cuales eran un poco más grandes que yo. Ahora que lo pienso, sólo recuerdo los ejercicios de calentamiento, de verdad se me borró la memoria de haber bailado en algún momento, me gustaría recordarlo, o por lo menos recordar haber escuchado la música retumbando en el salón. A pesar de mi entusiasmo, tan pronto como las niñas que asistían conmigo se comenzaron a burlar de mi por cómo lucía (era redondita como un tomate) dejé de ir a las clases. Me daba vergüenza regresar sabiendo que a pesar de hacer lo que la maestra me pedía, había cosas que no podía hacer por mis limitaciones. Ellas eran flexibles y esbeltas como mi maestra, ¿Qué hacía yo ahí?
Seguí en el camino del baile, bailaba en mi casa libremente sin escuchar a nadie decirme que no pertenecía ahí. Me decía a mí misma "Pero si yo sigo a la música y la música me sigue ahí, ¿Por qué no podría pertenecer?". Fue la primera vez que alguien se robó un poquito de mi seguridad.
Después, cuando yo entré a la primaria y podía aprender y recordar mejor, me inscribí en clases de baile urbano. Por fin comenzaba a sentir que encajaba en algún lugar, que podía disfrutar del baile sin ser señalada. Pero como nada es para siempre, mis padres dejaron de llevarme, de hecho, al día de hoy no sé la razón. He de admitir que me quedé con las ganas de participar en la presentación de las coreografías, me quedé sedienta de los aplausos de la gente.
Pero mi travesía no terminó ahí, personas prestando sus servicios como maestros de las artes eran más frecuentes a mi alrededor, durante la primaria. Primero fue un señor elegante, mayor y canoso. Nos habló de las obras de teatro y el arte de actuar. Yo quedé cautivada y curiosa, quería saber más. Recordé las películas que veía con mis padres, yo admiraba a los actores y actrices que aparecían en cada una de ellas, quería aparecer en una película, incluso fantaseaba con aparecer en las novelas nacionales que pasaban en la televisión abierta. Mis padres accedieron y me inscribieron a las clases. La primera clase fue divertida a pesar de que sólo éramos dos niñas, fue sobre las emociones y las expresiones. Y así como el baile urbano, el teatro me duró muy poco; al tercer día de clase me dejaron de llevar. No sólo porque no había muchos alumnos, sino que el maestro decidió dejar de impartirlas.
Mi decepción fue grande, pero no demasiado como para dejar de creer que actuar era algo hermoso.
Alrededor de un año más tarde, apareció un señor más viejo que el maestro de teatro, vestía siempre con camisas de cuadros y pantalones color café. El me embarulló hablando de la música y la magia que hay en ella, inmediatamente conecté, pues el baile no era nada sin la música y eso me movía mucho. También entré a las clases de guitarra que él ofrecía.
Esta vez, los alumnos que asistieron a sus clases eran más de 6, incluyéndome. Asistí a las clases siempre, sin perderme ni una. Hasta mis papás me compraron una hermosa guitarra morada, un encargo especial que le hicieron a mi maestro en uno de sus viajes a Michoacán. Pero una vez más, decliné. La disciplina fue un valor que me hizo falta durante mi niñez y mi adolescencia, siempre me he reprochado eso. El hecho de haber llevado 3 clases de 2 horas a la semana durante un mes y que el producto de ello haya sido un acorde aprendido me frustró. Yo simplemente me quejaba, "Esas dos horas las pude haber aprovechado de juego con mis amigos por las tardes" pensaba constantemente.
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La soledad de los colores
DiversosEscritos y poemas inspirados en todo lo que te rodea. No esperes segundas partes.