I. El llanto del Fénix.

548 75 201
                                    

18 de noviembre de 1880

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


18 de noviembre de 1880.

El clima se volvía más frío a cada paso que daba, incluso, la noche se había aproximado hasta dejar el pueblo sumido en oscuridad.
Aún con ello, Kendra creía que el sol había huido de inmediato luego de escuchar el llanto desconsolado del bebé que llevaba en los brazos.
Hizo lo posible por arrullarlo, abrazándolo con delicadeza mientras se disponía a tapar el cuerpo del niño con la sábana de pieles que había conseguido.

—Todo está bien, mi pequeño Albus... —murmuró con suavidad, aunque su voz se había quebrado unos segundos después—. No dejaré que te suceda nada malo.

El niño en sus brazos no dejó de llorar, pero Kendra confiaba en que dejaría de hacerlo cuando se encontraran en la calidez de un hogar.
Tenía que hacerlo. Debía seguir hasta llegar a su nueva vivienda para que así su hijo estuviese a salvo.

No dejó de caminar. Sus pies comenzaban a arder, y helados vientos soplaban en su cara; todo su cuerpo temblaba ante el frío, pero era capaz de soportarlo, sólo faltaba un poco más.

En medio de su andar, pensó en todo lo que tuvo que ocurrir para que optara por hacer algo como esto: había huido del castillo, abandonó su trabajo de servir a la familia real, tomó a su pequeño niño y escapó del rey que le suplicaba que se quedara.
El rey, Percival Dumbledore... era mucho más que eso para ella.

Envuelta por el viento agudo y frío, sólo pudo pensar en él: Percival, su más grande amor.
Lo vio en su mente, vio la sonrisa suave y ardiente que ese apuesto hombre poseía. Había logrado atraerla a su órbita, encerrándola por completo ante el claro color de sus ojos azules.
Un pequeño amor que había crecido en un instante. Él alisaba su superficie y sus miedos más íntimos, incluso cuidaba sus pasadas cicatrices maltrechas.

Ambos eran dos personas enamoradas, pero su amor no sería comprendido por el resto del reino. Percival estaba destinado a gobernar, y Kendra sólo era una mujer de veinticuatro años que servía a la realeza. ¿Quién lograría comprenderlo? Además, el rey ya tenía a su reina, aunque no sintiera amor por la mujer con la que había estado obligado a casarse.

Kendra sintió una punzada en el pecho al recordar a su buen amor, pero aún con ello, no detuvo sus pasos.
El viento seguía llegando con movimientos que se expandían hasta tocar el horizonte, llenando el ambiente de murmullos girando al compás de sus pensamientos.

Sabía que todo amor que llegaba tendía a irse la mayoría de las veces; eran aquellos que sólo permanecían en la memoria, porque alguna vez tuvieron la dicha de existir. Kendra anhelaba que lo suyo con Percival pudiese durar para siempre, quizás imaginó una vida donde los dos pudiesen ser felices sin las limitaciones del reino.
Quería huir, amarlo, ser amada, y vivir su vida en tranquilidad con el hombre del que estaba enamorada, y el hijo que había engendrado.

Las lágrimas amenazaban con escapar de sus ojos, pero no se daría el lujo de dejarse caer ahora. Era una mujer fuerte.

—Tranquilo, pequeño... tranquilo —volvió a murmurar con suavidad cuando cayó en cuenta de que su hijo había vuelto a llorar. Ni siquiera se había percatado cuándo fue que había parado, pero ahora, el ciclo iniciaba de nuevo.

𝗘𝗙𝗜́𝗠𝗘𝗥𝗢 | grindeldore.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora