¿Pelear a muerte con un caballo? Sí... no gracias, paso.

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Conozco varios caballos mágicos, algunos más agradables que otros.

Arión, el corcel más veloz del mundo, es mi primo, aunque casi nunca viene a las cenas familiares. El famoso Pegaso alado también es primo mío. También están los caballos del sol de mi hermano, ¿qué tenían en común todos ellos? No hablaban.

Pero ¿Incitatus?

No me caía muy bien.

Era un animal precioso: alto y musculoso, con el pelaje brillante como una nube iluminada por el sol. Su sedosa cola blanca se meneaba detrás de él como desafiando a cualquier mosca, semidiós u otro pesado a acercarse a sus cuartos traseros. No llevaba arreos ni silla de montar, aunque en sus cascos relucían unas herraduras doradas.

Su majestuosidad me ponía los pelos de punta. Su voz de hastío me hacía sentir pequeña e insignificante. Pero lo que realmente detestaba eran sus ojos. Los ojos de un caballo no deberían ser tan fríos e inteligentes.

—Móntate—dijo—. Mi amigo espera.

—¿Tu amigo?

Enseñó sus dientes blancos como el mármol.

—Ya sabes a quién e refiero. El Gran C. Calígula. El Nuevo Sol que te va a zampar para desayunar.

Me hundí más en los cojines del sofá. El corazón me latía con fuerza. Había visto la rapidez con la que Incitatus podía moverse. No me gustaban las posibilidades que tenía enfrentándome a él sola. Me partiría la cara antes de que pudiera disparar una flecha o encender mi cuchillo.

Ese habría sido un momento ideal ara experimentar un arranque de fuerza divina que me hubiera permitido tirar al caballo por la ventana. Lamentablemente, no sentí tal fuerza dentro me mí.

Tampoco podía contar con refuerzos. Piper gemía moviendo los dedos. Parecía semiconsciente como mínimo.

Me levanté del sofá, cerré los puños y me obligué a mirar a Incitatus a los ojos.

—Sigo siendo Artemisa—le advertí—. Ya me enfrenté a dos emperadores y los vencí a los dos. No me pongas a prueba, caballo.

Admito que no estaba pensando con claridad.

Incitatus resopló.

—Lo que tú digas, Diana. Te estás debilitando. Hemos estado vigilándote. Apenas te quedan fuerzas. Así que deja de fanfarronear.

—¿Y cómo piensas obligarme a ir contigo?—inquirí—. No puedes agarrarme y subirme a tu lomo. ¡No tienes manos! ¡Ni pulgares oponibles! ¡Ese fue tu error fatal!

—Sí, bueno, podría darte una coz en la cara. O...—relinchó; un sonido que recordó al de un amo que llama a su perro.

Wah-Wah y dos de sus guardias entraron en la sala.

—¿Nos llamó, lord Corcel?

El caballo me sonrió.

—No necesito pulgares oponibles teniendo criados. Es cierto, son unos criados patéticos a los que tuve que liberar mordiendo sus bridas...

—Lord Corcel—protestó Wah-Wah—. ¡Fueron esos infernales silbidos! No podamos...

—Súbanmelos—ordenó Incitatus— antes de que me pongan de mal humor.

Wah-Wah y sus ayudantes arrojaron a Piper sobre el lomo del caballo y a mí me obligaron a montarme detrás de ella y me ataron las manos de nuevo; al menos esta ves por delante, de forma que podía mantener mejor el equilibrio.

Las pruebas de la luna: el Laberinto en LlamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora