A la flecha le gustan los crucigramas.

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Esa parte del Laberinto no tenía ascensores, funcionarios que deambulaban ni señales que nos recordaran que tocáramos el claxon antes de doblar las esquinas.

Llegamos al pie de la escalera y encontramos un hueco vertical en el suelo. Como Grover era mitad cabra, no tuvo problemas para bajar. Después de gritar desde abajo que no nos aguardaban monstruos ni osos caídos, Meg hizo crecer una densa mata de glicina por un lado del hueco que nos permitió agarrarnos y que además olía de maravilla.

Bajamos a una pequeña cámara cuadrada de la que salían cuatro túneles, uno en cada pared. El ambiente era caluroso y seco como si el fuego de Helios se hubiera propagado por allí hacía poco. La piel se me cubrió de gotas de sudor. En el carcaj, los astiles de las flechas crujieron y las plumas susurraron.

Grover miró con tristeza la marchita de luz del sol que entraba por arriba.

—Volveremos al mundo superior—le prometió Percy.

—Me preguntaba si Piper habrá recibido mi mensaje.

Meg lo miró por encima de sus lentes.

—¿Qué mensaje?

—Cuando fui por el Mercedes, me encontré con una ninfa de las nubes—dijo, como si acostumbrara a tropezar con ninfas de las nubes cuando robaba automóviles—. Le pedí que llevara un mensaje a Mellie, que le dijera lo que planeamos... Claro que quién sabe si la ninfa habrá podido llegar sana y salva.

Consideré esa información y me pregunté por qué Grover no lo había dicho antes.

—¿Esperabas que Piper se reuniera con nosotros aquí?

—La verdad es que no...—su expresión decía "Sí, por los dioses, nos vendría bien mucha ayuda"—. Sólo pensé que ella debía saber lo que íbamos a hacer por si...—su expresión decía "Por si ardemos en llamas y no vuelven a saber de nosotros"

Me desagradan las expresiones de Grover.

—La hora de los zapatos—dijo Meg.

Me di cuenta de que me estaba mirando.

—¿Qué?

—Los zapatos—señaló las sandalias que colgaban de mi cinturón.

—Ah, claro—las solté del cinturón—. Ejem, tengo la sospecha de que te quedan, Percy.

Él observó las sandalias sin mucho ánimo.

—Es deprimente calzar lo mismo que un emperador sociópata.

Se sentó en el suelo y se ató las caligae, mientras lo veía tener problemas con los zapatos, pensé en que si los romanos hubieran tenido acceso a las tiras de velcro hubieran conquistado todo el planeta.

Percy se levantó e intentó dar unos pasos.

—Percy—dije—. ¿Todo bien? ¿No te sientes de repente como un sociopáta?

—Estas cosas se me clavan en los tobillos y me aprietan los dedos, pero no, no contraje caligulitis—observó su nuevo calzado—. ¡Sandalias, llévenos hasta la sibilia eritrea!

Las sandalias no hicieron nada, Percy movió los dedos de los pies en una dirección a otra sin ningún éxito. Examinó las suelas como si buscara botones y compartimientos para pilas. Nada, al parecer.

—¿Qué hacemos ahora?—preguntó sin dirigirse a nadie en concreto.

La cámara se iluminó con un tenue fulgor dorado, como si alguien hubiera subido el regulador de intensidad de una luz.

Las pruebas de la luna: el Laberinto en LlamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora