PRÓLOGO

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   — Señorita Collins, su sesión es en diez minutos…

   — ¡Entendido! Estaré más que lista para entonces.

   
    La vida de Anabelle se ha visto envuelta en fama y popularidad. Definitivamente ha logrado obtener la vida de diva que siempre quiso. Cámaras, reflectores, todo lo que una verdadera celebridad tiene a su merced día con día.
Ha sido la cara principal de innumerables revistas de moda en París a pesar de su corta estadía en dicho lugar. El dinero no le falta, aunque eso es algo que quizá queda en segundo plano tomando en cuenta que lo que en verdad siempre quiso fue ser el centro de atención.

   — ¡Eugene, mis zapatillas!

   — ¡Sí señorita, aquí están!

   — ¡Por Dios, Eugene, te necesito más atento!

—Le juro que no volverá a pasar, señorita…

—Si las promesas fueran comida, tú ya no tendrías que trabajar, querido.

—Le suplico que me perdone, madame…

—Está bien, ahora ¡desaparece de mi vista!

El pobre Eugene se convirtió en el asistente incondicional de Anabelle.
Aunque la palabra “asistente” bien se podría cambiar por “lacayo”. No hay una pizca de respeto por parte de ella hacia él. Sin embargo el sujeto es como un perrito fiel que a pesar de los maltratos de su dueño, este sigue estando ahí para él.
    Anabelle es la reina de las pasarelas en aquella ciudad. Vestidos que van de la elegancia hasta la extravagancia. Dos marcas se pelearon por ella haciendo que su ego incrementara de tal manera que sería como medir cuan grande es el Sol. Hay que admitir que no se negó nunca su belleza. Siempre fue una chica con una atracción que resaltaba.

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    Las calles europeas se regocijan con el bullicio de las personas en su ir y venir. Autos modernos desfilan de norte a sur tal cual fuera una exposición. El ambiente frío que marca el inicio del invierno en dicha localidad. Un lugar de ensueño sin duda.

    Todo parecía ser un día normal para Anabelle. Se despertó a las ocho de la mañana y su día le deparaba una sesión de fotos para la revista Fièvre Intime.

    — ¡Estas malditas pestañas!— Exclamó arrancándoselas de golpe protagonizando una escena un tanto perturbadora.

    Se paró frente al desayunador de su departamento y se recostó apoyada con sus brazos cruzados. Veía alrededor del lugar con una expresión melancólica en su rostro. En el fondo sentía que algo le faltaba. Recuerdos llegaban a ella de su vida pasada.

    De pronto, llamaron a la puerta. Tardó un momento y después de escuchar golpes más fuertes, reaccionó y se decidió ir a abrir.

    — ¡Ya escuché! ¡No soy ninguna sorda!— Exclamó y al abrir la puerta sus ojos casi se salían de sus órbitas. — ¡¿Michael?!

    —Anabelle… — Respondió Michael levantando una ceja.

    —Pero… ¿Tú? ¿Cómo? — Cuestionó al momento en que retrocedía unos pasos.

    — ¿Satisfecha?

    —Michael… pero tú… ¡tú estabas muerto!—Exclamó mientras retrocedía unos cuantos pasos más.

    —Es culpa tuya… —Dijo Michael mientras avanzaba los pasos que ella había retrocedido.

    —¡Michael! ¡No!— Exclamó mientras las lágrimas empezaban a brotar de sus ojos. De pronto ya no pudo dar otro paso más hacia atrás porque sus pies habían topado ya con el sofá.

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