Desperté sobresaltado de una pesadilla que no había tenido en mucho tiempo; un sueño en que me encontraba en un oscuro callejón sin salida, y algo me perseguía, un monstruo sombrío y jorobado que rechinaba y se arrastraba... un monstruo que me volvería loco si lo veía.
Un mal sueño. No lo había tenido desde que era pequeño, y ahora ya era un muchacho crecido. Nueve años.
Al principio no reconocí el lugar donde me hallaba; lo único seguro era que no se trataba de mi dormitorio. Era más pequeño y tenía un olor diferente. Tenía frío y ganas de orinar.
Un áspero estallido de carcajadas me hizo dar un salto en la cama... aunque no se trataba de una cama, sino de un saco de dormir.
-De modo que es una especie de jodida vieja -decía Park Seonghwa al otro lado de la lona que hacía de pared-; precisamente «joder» es la palabra más apropiada.
De acampada. Estaba de acampada con mi padre y sus amigos. Y no había querido ir.
-Sí, pero ¿cómo te la levantas, Park? Es lo que quiero saber.
Ése era Kang Yeosang, otro amigo de papá. Su voz era pastosa, y empecé a tener miedo otra vez. Estaban bebidos.
-Sencillamente apago la luz y me imagino que estoy con la mujer de Choi San -respondió Seonghwa, y hubo otro estallido de risas que me hizo encogerme y dar un brinco en el saco de dormir.
¡Oh!, necesitaba orinar, mear, hacer limonada o como quiera que prefieran llamarlo, pero no quería salir mientras estuvieran bebiendo y hablando.
Me volví hada la pared y descubrí que podía verlos. Estaban entre la tienda y la fogata, y sus sombras, altas y extrañas, se proyectaban en la lona. Era como una sesión de linterna mágica. Observé la sombra de la botella que pasaba de una mano a otra.
-¿Sabes qué haría si te pillara con mi mujer? -inquirió mi padre a Seonghwa.
-Preguntarme si necesitaba ayuda, probablemente -respondió Seonghwa, y de nuevo oí más carcajadas.
Las alargadas sombras de las cabezas se movieron arriba y abajo, adelante y atrás, como una nube de insectos. No parecían en absoluto seres humanos, sino más bien un grupo de mantis religiosas, y tuve miedo.
-No, en serio -insistió mi padre-. En serio. ¿Saben qué haría si sorprendiera a alguien con mi mujer?
-¿Qué, San? -Éste era Jeong Yunho.
-¿Ven esto?
Una nueva sombra apareció sobre la lona; el machete de caza que mi padre siempre llevaba en las salidas al bosque, el que más tarde le vi utilizar para abrir la tripa a un ciervo, clavándoselo en el vientre hasta la empuñadura y luego cortando hacia arriba, con los músculos del antebrazo hinchados, derramando unos intestinos verdosos y humeantes sobre una alfombra de musgo y hierba. La luz de la fogata y la inclinación de la lona transformaban el machete en una espada.
-¿Ven a este hijo de puta? Si pillo a un tipo con mi mujer, le salto por la espalda y le corto sus atributos.
-Y tendrá que mear sentado el resto de sus días, ¿no es eso, San?
Era la voz de Song Mingi, el guía. Me llevé las rodillas al pecho y las rodeé con los brazos. Jamás en mi vida había tenido tanta necesidad de ir al baño, ni la he tenido después.
-Desde luego -asintió Choi San, mi padre.
-¿Y qué harías con tu mujer, San? -preguntó Park Seonghwa, que estaba muy borracho. Reconocía su sombra entre las demás. Se mecía como si estuviera sentado en una barca, en lugar de sobre un tronco junto a la fogata-. Vamos, ¿qué harías con una mujer que deja... que deja entrar a alguien por la puerta de atrás? ¿Eh?
El machete de caza que se había transformado en espada se balanceó lentamente. Luego mi padre dijo:
-Los cherokees cortaban la nariz a las suyas. Con ello pretendían hacerles un coño en medio de la cara para que toda la tribu viera qué parte de su cuerpo les había creado problemas.
Mis manos soltaron las rodillas y se deslizaron hasta mis genitales. Las mantuve allí mientras contemplaba cómo la sombra del machete de caza de mi padre se movía despacio hacia adelante y hacia atrás. Tenía unos calambres terribles en el vientre.
Si no me apresuraba a salir, terminaría por mearme en el saco de dormir.
-Cortarles la nariz, ¿eh? -dijo Yunho-. Una idea magnifica. Si todavía lo hicieran, la mitad de las mujeres de Seúl tendría una raja en los dos sitios.
-Mi mujer no -replicó mi padre en voz baja. La voz pastosa de la borrachera había desaparecido, y las carcajadas que siguieron al chiste de Yunho se interrumpieron de pronto.
-No, claro que no, San-murmuró Yunho, incómodo-. ¡Eh, mierda! ¡Echemos un trago!
La sombra de mi padre le pasó la botella.
-Yo no le cortaría la nariz -opinó Park Seonghwa-. Yo le arrancaría su maldita cabeza traidora.
-¡Eso es! -asintió Mingi-, Beberé por ello.
No podía aguantar más. Me deslicé fuera del saco de dormir y noté el frío aire de octubre sobre mi cuerpo, desnudo salvo por un pantalón corto. Me pareció que la cola se me encogía. Y lo único que daba vueltas y vueltas en mi mente -supongo que estaba medio dormido y que toda la conversación me había parecido un sueño, una continuación, quizá, de la pesadilla del monstruo del callejón- era que, de pequeño, cuando papá terminaba de ponerse el uniforme y salía hacia su trabajo en Namhae-gun, yo solía acostarme en la cama de mi madre, y dormir a su lado una hora antes de desayunar.
Oscuridad, miedo, fogatas, sombras como mantis religiosas. No quería salir a aquellos bosques situados a cien kilómetros de la ciudad más próxima y ver a aquellos hombres borrachos. Quería a mi madre.
Cuando salí por la abertura de la tienda, mi padre se volvió hacia mí, empuñando aún el machete de caza. Me miró y le devolví la mirada. Jamás he olvidado la escena; mi padre con una mata de barba pelirroja, una gorra de caza ladeada en la cabeza y el machete en la mano.
La conversación se interrumpió. Quizá se preguntaban qué parte de la charla había oído; tal vez se sentían avergonzados.
-¿Qué diablos quieres? -preguntó mi padre, envainando el machete.
-Dale un trago, San -propuso Yunho, con el consiguiente coro de risas.
Seonghwa lanzó tal carcajada que cayó al suelo. Estaba completamente borracho.
-Tengo que hacer pis -murmuré.
-¡Pues ve y hazlo, por el amor de Dios! -exclamó mi padre.
Me adentré en la arboleda e intenté orinar. Durante un largo rato no quiso salir; era como una bola de plomo caliente y blanda en el bajo vientre. No tenía el pene más largo que la uña de un dedo, pues el frío me lo había encogido. Por fin brotó un gran chorro humeante, y cuando hube terminado volví á la tienda y me metí en el saco de dormir. Nadie del grupo me miró. Estaban hablando de la guerra, todos habían estado en esta.
Mi padre cazó el ciervo tres días después, el último de acampada. Yo estaba con él.
Le dio de lleno en el bulto del músculo entre el cuello y el lomo, y el animal cayó desmadejado. Nos acercamos al cuerpo. Mi padre sonreía de felicidad. Había desenvainado el machete. Adiviné qué sucedería a continuación y supe que iba a vomitar; no pude evitar ninguna de las dos cosas.
Colocando un pie a cada lado del venado, tiró hacia atrás de una pata trasera y le hundió el machete. Un rápido movimiento en sentido ascendente y los intestinos se derramaron sobre el lecho del bosque.
Yo me puse de espaldas y devolví el desayuno.
Cuando lo miré de nuevo, mi padre estaba observándome. No pronunció palabra, pero en sus ojos advertí disgusto y decepción, como otras muchas veces. Yo tampoco hablé, pero, si hubiera sido capaz de hacerlo, le habría dicho: «No es lo que piensas.»
Esa fue la primera y última vez que salí de caza con mi padre.
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Rabia ㆐ Choi Yeonjun [TXT].
Ficção GeralChoi Yeonjun, un jóven al borde de la locura toma veinticuatro rehenes en un colegio. Los intentos de encontrar una salida pacífica por parte del profesorado y la policía resultan vanos. Mientras, los jóvenes retenidos se contagian gradualmente del...