Datura Inoxia I

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- ¿Y eso era de ella?

- Es ella misma -. Respondí.

La estela de su caminar, de su palpar, de su tacto y existencia. Con claridad la recuerdo, a pesar de todo. No es solo el cuerpo y el extravagante e incierto espíritu quienes poseen la identidad. Cada objeto que ha estado en contacto con su ser, con su comprensión. Aquel destello de alma quedaba en el inerte e insignificante elemento de la extraña, ávida, naturaleza humana. Percibía su antigua presencia en aquellos lugares que estuvo, en las más recónditas partículas de polvo que flotaban en el aire y en cada objeto con el que había interactuado ante mi observación, la cual intentaba no levantar sospechas de existencia. Y me impregnaba aquella curiosidad de saber quién era y averiguar su procedencia. Iba más allá de un impulso intelectual. Era más cercano a lo sobrenatural. Y la recuerdo. Sus ojos me observaban desde aquel momento.

Me miraba. Y yo traicionaba su mirar. No era mi intención mantener la distancia intacta, mas no existía envalentonamiento que interrumpiera mi aleteo migrante. Sin embargo, sabía que allí estaba, que el rescoldo del fulguroso, aunque fugaz mamihlapinatapai nos haría volver a ese instante. Volver. Siempre es bueno cuando hay algo más por decir o hacer. Ella se había ido y cuando marchitose la cercanía, suspiré, expulsando una rara mezcla entre el simún arábico y la bonancible ventisca otoñal, mis pensamientos, en los que habitaban ángeles y demonios, desaparecieron en un parpadeo, una parte de mi espíritu así esfumose y vi de soslayo la banca donde ella solía estar. Un único segundo de completa observación. Ahí me quedé, primero con la mirada, luego fui y me senté también. Era ella. ¡Claro que sí! Aquella estela incolora, transparente de su perfume seguía ahí. Me envolvía, como el aire lo hacía. Me acompañaba, como la tristeza y la alegría. Quedé largo y tendido pensando en ello. Sin embargo, el día resbalaba, por lo que me retiré caviloso y silencioso.

...

No... No puedo dejar cada acto que anhelo en mi aflicción a mi imaginación, buscaría en el deliquio de mi ensueño la vida entera, incluso admitía la razón de mi existencia. No pareciere un mal porvenir, pero mi deseo de captar con lucidez lo que ilusorio nacía en mi interior era aún más tentador. El deseo de acercarme, hablarle y hacer realidad aquello que parecía improbable en mis premoniciones, porque todos, sin duda, incluso los no creyentes, los escépticos y los ateos, piensan un destino en forma de predicción. Mi destino era simple y complejo, como el universo entero resumido en un átomo. Hablar, descubrir y entender quién era ella, cuál era su nombre, que tan oculto yacía en su interior, como un misterio palpitante. Y, así, flotaba de tanto pensar.

Pero caí. Era mediodía y estridente pero reconocida era la alarma. Cosi sono le mattine. Inmarcesibles. Fue con el transcurrir de los acontecimientos que regresé a la banca y me senté junto a ella. Esta vez su concentración se dirigía al libro que posaba sobre su regazo, y era solo eso, todo, un cuadro de falsa quietud e imperturbabilidad, ya que yo noté que ella se había percatado de mi llegada. ¡Oh! ¿Y cómo explicarlo? Que pasáronse las horas y en un misterioso pero reconfortante desliz de aquella realidad, hallóseme sosteniéndole la mirada, sonriéndole e intercambiándole palabras, y, en absoluto, con natural, por primera vez captado en mi memoria, claridad de mis pensamientos, que por hábito eran abstrusos para el resto. Mantuvimos una plática sobre varias cosas, entre ellas libros, arte y, finalmente, hablamos de nosotros, lo que buscaba, quiénes éramos, saber a qué se dedicaba y cómo se hacía llamar. Luego de que las palabras comenzaron a salir solas, como si de una multitud escapando por la salida de emergencia de un edificio en llamas se tratase, pude notar que era una parte de ella y otra mía las que quedaron repartidas en el aire. Pronto atisbé que el sol marchitaba y que la noche soplaba su brisa; y que, tan pronto mi preocupación y rigurosidad me lo aconsejaron y la situación lo permitiere, mi ida sería pertinente. Me ofrecí a acompañarla a su hogar, pero se negó, advirtiéndome que su padre vendría por ella y que, además, moraba bastante cerca. Me despedí y marché, recordando lo largo del día y de la conversación, justificado por la llegada del equinoccio. Su nombre era....

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