Capítulo 64 · El duelo final

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CANCION PARA EL CAPITULO:

Die for you - The Weeknd

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LXIV

MEGARA

La interrupción fue inmediata: el Tártaro se abrió de par en par, permitiendo que ingresaran los cientos de hombres de Dante que tenían la orden de interrumpir en caso de que la situación así lo amerite. Y, por supuesto, una nueva traición siempre es justificación para evitar un duelo.

En respuesta, lo primero que atinamos a hacer fue separarnos. Yo tomé mi daga de donde la escondía y la levanté en tu dirección para obligarte a que no me tocaras, adelantándome a impedirte que hicieras cualquier movimiento. Percatándote, empezaste a retroceder viendo cómo se te abalanzaban encima todos los hombres de Dante. Las mujeres de Hades y los lacayos de Virgilio también arremetían contra ellos, pero estaban buscándote a ti y solo a ti.

Un revuelo se alzó en el Tártaro, expandiéndose por el resto de Catábasis. Los dos amos auspiciantes de tal guerra solo podían admirarla desde la lejanía, incapaces de escapar. Dante siempre supo que llegaría este momento, así como también Hades. Por eso él lo preparó, y por eso también ella accedió a meterse ahí. La muerte los rodearía sin afectarlos, así ellos serían como los dioses con los que soñaban, como Júpiter y Juno en el Olimpo, comprobando el cumplimiento del destino sin interferir en él.

—¡Megara, por atrás!—escuché que me gritaba alguien.

Entre la confusión de lo que sucedía con tanta rapidez, pude escuchar la advertencia que Rager vociferó en mí dirección. Mientras él iba derecho hacia ti para impedir que me dispararas, X se acercaba a mí con el mismo objetivo.

Todos estaban ahí para entrometerse en el duelo.

Si la única forma de conseguir un ganador era acabando con uno de los dos, entonces alguien debía morir.

Demasiado tarde. Parece que pienso más lento de lo que creía, porque no pude esquivar el puñetazo en la nuca que recibí a traición. Caí de bruces sobre el suelo de piedra, sintiendo a mi alrededor los miles de pasos de luchas ajenas a la mía. La pistola se me escapó, deslizándose un par de metros más allá. Sin perder un solo segundo, volteé todo mi cuerpo antes de que X se abalanzara sobre mí.

—¿Me recuerdas, muchachita?—gritaba, haciéndose escuchar por encima del resto de voces y pedidos de ayuda que nos rodeaban.

Los mismos ojos negros que una vez me condenaron volvieron a encontrarme, congelando mi sangre y alimentando cada una de mis malas intenciones. Todo lo que pude escuchar fueron mis propios pensamientos, repitiéndome «es ahora o nunca, arráncale los huevos».

Cuando sus manos buscaron retener las mías, le permití hacerlo para que creyera que tenía algún tipo de poder sobre mí. Sin embargo, abrió sus piernas para tener estabilidad, olvidándose de que justo ahí se hallaba su mayor debilidad. Doblé mi rodilla con fuerza, clavándosela en la entrepierna a propósito. Alcé la jodida daga que algún día iba a tener que servirme para algo, y viéndolo retorcerse del repentino e inesperado dolor me impulsé para dar vuelta la situación. Cuando alcancé con la diestra su hombro, tiré de todo su cuerpo para que cayera y no dudé antes de ponerme a horcajadas sobre él.

No quise pensarlo dos veces. Bajé la daga y la clavé justo en su entrepierna, retorciéndola.

—Cada maldito día—musité, contemplando la expresión que me devolvió al darse cuenta de lo que estaba haciendo.

La muerte del amor ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora