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Las paredes blancas e insípidas están adornadas con pinturas abstractas en tonos suaves, y los pasillos, aunque amplios, parecen interminables

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Las paredes blancas e insípidas están adornadas con pinturas abstractas en tonos suaves, y los pasillos, aunque amplios, parecen interminables. Personas vestidas con uniformes blancos, con el logo y nombre bordado en sus pechos, deambulan por los corredores del centro con una expresión de buen humor y determinación, aunque no puedo evitar preguntarme si están fingiendo para mantener la apariencia de normalidad. Hay una cantidad sorprendente de adolescentes; algunos conversan en grupos pequeños, mientras que otros están sentados en silencio, perdidos en sus propios pensamientos o tal vez solo con ganas de escapar de este lugar opresivo. El olor a desinfectante y a hospital se impregna en el aire, obligándonos a recordar constantemente dónde estamos. A lo lejos, se escucha el murmullo constante de voces y, si estás lo suficientemente cerca, el tintineo de los utensilios de la cafetería. A veces, solo hay un silencio sepulcral donde, junto con el eco de nuestros pasos, solo aumenta la sensación de aislamiento. Es un lugar donde el tiempo parece detenerse, donde cada día se pierde con el siguiente sin nada nuevo, sin ningún cambio perceptible. No es precisamente la mejor descripción de un centro de rehabilitación, pero sí, lamentablemente, es el lugar donde me encuentro y al que debo adaptarme. Espero que no sea por mucho tiempo. Podemos entrar en detalles más adelante. Aunque mi estancia aquí no ha sido tan prolongada como la de otros pacientes, he aprendido algunas cosas del lugar durante este tiempo.

El centro de rehabilitación está apartado de la ciudad, en uno de esos lugares a los que te toma horas llegar en auto, alejado de todo y donde el sonido del exterior es inaudible. Lo único que puedo recordar del exterior es lo que la ventana del auto me permitió ver. Recuerdo haber visto durante más de media hora solo un color: verde. La vegetación era todo lo que había afuera, y no me disgustaba. Muchas veces, cuando mis padres y yo salíamos a acampar, yo era la pequeña que buscaba cómo huir de ellos para poder sumergirme en el bosque. Me encantaba ver el vibrante color de las flores, tocar los pétalos delicados y correr descalza sobre el pasto suave sin que nada me preocupase. El bosque era un refugio para mí, lleno de vida y colores.

Pero ese lugar no lucía así; los grandes montes estaban acompañados de enormes pinos verdes. No había flores ni mariposas, y poner un pie cerca solo provocaba una cosa: miedo. La densidad de los árboles y la sombra que creaban daban una sensación de encierro, como si la naturaleza quisiera mantenerte atrapado. Las ramas altas se mecían lentamente con el viento, produciendo un susurro constante que parecía un lamento lejano. No era precisamente algo que transmitiera calma o confianza. La sensación de aislamiento era tan palpable que incluso el aire parecía más denso, cargado de una quietud inquietante. Era espeluznante, tanto que no sé qué era peor: perderse ahí o estar en el centro. Pienso que, en parte, es una ventaja para el centro, ya que, ¿quién querría huir al saber que al salir no hay nada?

Al entrar al centro de rehabilitación, te encontrabas con algo totalmente diferente. Los grandes muros que rodeaban el centro nos separaban del tenebroso bosque exterior, transmitiéndome una sensación de seguridad. Podrías fácilmente notar el tamaño increíblemente gigante; todo estaba rodeado de árboles y los arbustos estaban salpicados de flores silvestres de todos los colores: amarillas, rojas, azules y violetas, atrayendo mariposas y abejas que zumbaban alegremente a su alrededor. El aire estaba impregnado del dulce aroma de las flores y el fresco olor a tierra húmeda. Podía escuchar el canto de los pájaros escondidos entre las ramas que venían a beber de los pequeños riachuelos que corrían entre las rocas, su agua cristalina reflejando el cielo y creando luces y sombras en el suelo. Había piletas de concreto, cuidadosamente diseñadas, con bordes decorados con piedras y formas talladas. Alrededor de ellas, había pequeñas lagunas con nenúfares y piedras, sirviendo como refugio y alimento para una variedad de aves de colores brillantes. Era un lugar donde los residentes podían relajarse y lidiar con todas las emociones que los rodeaban. Los sonidos del agua junto con el canto de las aves transmitían calma y tranquilidad. Aquel lugar era precioso y uno de mis favoritos porque era el único lugar donde me sentía libre. Al principio me parecía algo irónico cómo un lugar, a simple vista hermoso, podría albergar tantos sentimientos negativos, pero al final comprendí que era uno de los propósitos del centro de rehabilitación: transmitir color, esperanza, felicidad, vida...

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