El timbre sonó, despertándola de sus pensamientos. Anatomía era la clase más aburrida del mundo. Recogió su cuaderno sin apenas mirar a la gente que la rodeaba, no le provocaban interés alguno. La vida era demasiado aburrida en esta ciudad, y el insititutio redefinía el significado de este adjetivo, siempre la misma gente, las mismas clases, la misma comida...
Se puso su fina chaqueta y emprendió su camino a casa. Como siempre, contó el número de baldosas y caminó sin pisar las líneas. Era una de sus muchas manías. Quizás tenía demasiadas, ¿pero qué importaba? Tenerlo todo bajo control no era malo. Ella era feliz a su manera, aunque esta forma de felicidad no coincidiera con la de la mayoría de la gente.
El sol comenzaba a ponerse, sacó su móvil de su mochila y captó una foto del skyline de Nueva York envuelto con esa mágica luz anaranjada que lo llenaba todo de un aura de misterio exquisito.
2.503 baldosas, sólo le quedaban 113 para llegar, pero algo le impidió pisar la baldosa número 2.504. Se detuvo y volvió a admirar el conjunto de rascacielos que se alzaban ante ella. Estas construcciones siempre le hacían sentir pequeña, insignificante. Suspiró pesadamente preguntándose si todo esto había merecido la pena, y entonces lo comprendió. La ciudad no era aburrida, la monotonía a la que había sometido su vida lo era. Tomó la decisión e hizo algo completamente inseperado. Sus pies comenzaron a caminar, siguiendo el gps de su corazón, mientras su mente gritaba que diera marcha atrás, que contara las baldosas, que no pisara las líneas. La sonrísa más hermosa del mundo apareció en su boca, como un ave que despeja sus alas para volar, alto, lo más alto que nada hubiese llegado jamás. Ahora entendía a la humanidad, liberarse de uno mísmo era la sensación más placentera que existía. Echó a correr, no tenía una meta o un rumbo establecido, sólo corría. Sabía que se había perdido hacía mucho, pero no le importó, había conseguido callar a la voz de su conciencia. Ella no lo sabía, pero eso era el principio del final. Jamás volvería a ser la misma.
La noche ya había caído sobre ella y la luz de la luna la iluminaba de una manera especial.
Jamás la podría dejar de querer. Lo había echo desde el primer día, desde la primera mirada, desde la primera sonrisa. Era esa clase de amor incondicional. La había visto caer en el abísmo en el que estaba sumergida, había visto como se hundía y se perdía a sí misma, y no pude hacer nada al respecto, simplemente ví como lloraba todas las noches hasta que ya no quedaron lágrimas en sus ojos.
Ella se había ganado mi amor por su dulzura e inocencia, y ahora ambas virtudes le habían sido arrebatadas sin previo aviso. Eso no provocó que mis sentimientos cambiaran, ella seguía siendo ella, o al menos una versión, y yo... yo seguía siendo yo. No Roma por estar rota es menos hermosa. Ella era mi Roma.
Se dejó caer sobre el césped húmedo y comenzó a tararear una dulce melodía. Un jóven de pelo rubio se acercó a ella y se acostó a su lado, en ese instante la sonrisa se borró de su cara.
-Te he visto venir. Te he sacado algunas fotos, espero que no te importe, pero es que soy fotografo y nunca había visto una sonrisa tan hermosa.
(...)
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Broken Frames.
RandomConjunto de escritos sin ningún tipo de relación, o puede que sí... Entra y averigualo.