Capítulo 2 parte A

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Bueno, representar papeles de otros, había decidido fuera su profesión. Y como ésta él mismo había conseguido estancarla, tampoco veía complicado suplir a su doble, o ¿él era el doble de aquél que le había ordenado subirse al auto?

Yendo ya Terruce en el asiento trasero, Hércules de copiloto le decía al piloto:

— Increíble. Si no los estuviera viendo —, miraba a uno y luego se giraba a mirar al otro, — y yo crecido a tu lado —, por supuesto del de el jefe, — diría que son gemelos.

— Imposible. No creo que la madre de él —, el que se miró tras el espejo retrovisor, — haya sido parte del coro de bailarinas exóticas del burdel donde trabajaba la mía ¿o sí?

Por la sonrisa del conductor, Terry supuso se burlaba e insultaba a su progenitora; sin embargo, aguantó la broma y diría como si nada:

— No, no lo creo. Además, es obvia la edad que nos separa.

— Ni tanta. Tú cuando mucho tendrás 18 o 19 años. Yo... apenas veintidós.

Y por la mirada del pasajero de atrás, se inquiría:

— ¿Qué? ¿acaso no me crees?

— No, no es eso. Sólo que... ¿adónde vamos? — preguntó Terruce disponiéndose a ver el oscuro camino, pero que debido a la luz de la luna, se le hacía conocido.

— Al sur del Lago Michigan.

— Y... —, él tenía una idea, pero quiso asegurarse: — ¿qué hay por ahí?

— Además de montañas, mi casa.

— Donde de casualidad —, se animaba a cuestionarlo: — ¿no hay ahí un viejo orfanato llamado...?

— El Hogar de Pony. ¿Lo conoces?

Hércules se giró a ver al titubeante actor que contestaba:

— Estuve ahí... hace tiempo.

— ¿Haciendo? — se interesaron.

Terruce frunció el entrecejo y levantó una ceja para saber:

— ¿Qué tan lejos está tu casa de ahí?

— Bastante; pero aún así mi esposa les hace caridad.

— Sí; y nosotros aportamos una tanta de vez en cuando.

El corazón del actor ya temblaba y la voz también al indagar:

— ¿Eso significa que tendría que...?

— ¿Ir? No. Nosotros estamos demasiado ocupados para hacerlo. Además, tienes que saber que en mi casa... soy ciego.

— ¡¿Cómo?!

Terry brincó en su asiento y prestó atención al que se colocaba unos lentes muy oscuros:

— Debo fingirlo para no levantar sospechas. En el día estoy con ella quien también ya es una persona mayor y por las noches...

Hércules sonaría emocionado al recordar su profesión:

— ¡Nos escapamos tal cuales ladrones!

— Pero con tu llegada podré hacer lo que quiera mientras que tú... cuidas de ella y ella de ti, pero eso sí —, le advertían: — no intentes hacerle el amor, porque...

— No será necesario, ¿o sí? —, a prisa hubo indagado el que fungiría como suplente.

— Si ella te lo pidiere sí, pero tú... deberás negarte.

— ¡Absolutamente! — replicó con velocidad el actor que ni siquiera lo intentaría. — ¿Hay algo más que deba saber?

— Creo que no.

— Pues yo creo que sí — dijo Terry para cuestionar seguidamente: — ¿Cómo te llamas?

— Puchunguito, terroncito, palomito...

— ¡¿Estás bromeando?! — el actor lo interrumpió.

Mirándosele con burla, se le diría:

— Es que nunca me llama por mi nombre.

— Pero imagino que yo sí a ella y a... ¿hay sirvientes?

— Sólo dos.

Hércules le dio un palmazo en el hombro para recordarle al Jefe:

— ¡Se te olvida la enfermera que irá a cuidarla!

— Ah, es cierto. Entonces, son tres —, los marcó con sus dedos.

— ¿Enfermera has dicho?

De la sola mención, Terry se había paralizado.

— Sí. Como te dije, mi mujer ya es grande. Además, será un favor que mi esposa le hará precisamente a las encargadas del orfanato.

— ¡Trágame tierra! — hubo dicho el actor internamente.

Sin embargo, poco a poco una sonrisa fue apareciendo en su apolíneo rostro y casi de inmediato la borró al expresar:

— ¡Oh Dios! —, y reconocer: — ¡En qué lío me he metido!

— ¿Hay algún problema?

Uno tras el espejo retrovisor y el otro directamente, miraban al tercer pasajero:

— Me imagino... que no. ¿Cada cuánto vendrás? Porque lo harás, ¿verdad?

— Dependiendo. ¿Viste el botín? —, el que venía en la cajuela.

— Sí.

— Eso es nada a los golpes millonarios que queremos dar.

— ¿Y después?

Dos hombres estallaron en escandalosas carcajadas diciendo uno:

— ¡A volar, palomitos!

— Sí, donde nadie nos pueda hallar.

— ¿Y tu esposa?

— Ella —, dijo uno; y otro que seguía mirándolo, con gesto burlón se pasó dos dedos por el cuello y...

— No pretenderás que lo haga yo, ¿cierto? — se indagó.

— Eres el único que puede.

— ¿Y si no lo hago?

— Tú de por sí ya eres hombre muerto.

— Sólo estás respirando mientras nosotros cumplimos con nuestros negocios.

¡YO NO SOY ÉL!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora