–Usted no entiende ¡necesito mi auto y lo necesito ahora!
El hombre sacudió la cabeza y miró a George.
–Lo lamento, él señor está primero y no puedo pasarlo por en sima solo porque usted está histérica.
-¡¿HISTERICA YO?!
George miró al mecánico con una sonrisa divertida.
–Lo sé, –dijo George. –es una pequeña fiera, ya me tocó mi porción hace un rato. –rió.
Serena se sintió presa de su burla y como si la hubieran azotado con látigo en mano, se volvió a George y lo fulminó con la mirada antes de gritarle a todo pulmón:
-¡TÚ! ¡MALDITO CERDO BURLESCO! ¿A quién le llamas fiera? ¿Eh? ¿Quién te crees que eres?
Como llevado por un impulso sobre humano, George se adelantó evadiendo el escándalo de la mujer y le habló al mecánico en el oído.
–Ey, creo que puedo esperar más tiempo, repara el suyo antes que el mío antes de que nos coma vivo, ¿ok?
El mecánico miro a Serena y le dijo:
–Señorita, prometo tener su auto al amanecer, ¿está bien?
Serena se calmó un poco y asintió con la cabeza, se dio media vuelta ignorando al tipo arrogante que tenía un toque especial y mágico para sacarla de sus casillas. Salió del taller y emprendió camino al motel que estaba metros más allá. El viento gélido se le caló en los huesos y tubo unas ganas tremendamente incontenibles de haberse quedado en casa. La entrevista era al medio día del día siguiente y tendría que salir al alba si quería llegar a tiempo. Recorrió el pórtico de la entrada y al llegar, tocó la campanilla de la administración. Un joven salió desde adentro, llevaba un mondadientes en la boca y las uñas sucias.
–No hay habitaciones. –Dijo secamente importándole una mierda que afuera estuviera corriendo viento y comenzaran a caer pequeñas gotas de la lluvia que amenazaba volverse contra ella con toda su ímpetu.
–Debe estar bromeando, sólo quiero una pequeña, nada complicado, es sólo por esta…
–No hay. –interrumpió el joven. –Solo había una y se reservó hace más de una hora atrás.
¡No podía ser! ¡Continuaría la venganza del universo contra ella! Golpeó el piso con los tacones fuertemente, enviando un entumecimiento por la pierna que se intensificó en dolor al echar a caminar fuera del motel. Estaba frustrada, molesta y terriblemente cansada. Se sentó, abrazándose a sí misma, en la orilla de la entrada y ahí, en esa posición, comenzó a llorar.
Estaba tan helado y las gotas ahora eran más constantes, no la mojaban, pero apoyaban la fuerza superior que la hacía llorar.
Lloró y se acongojó con la rabia por dentro, el dolor de la pierna se acrecentó y el frío le adormeció las manos y las piernas desnudas. Era un mal día para haber elegido un vestido de algodón. Era un mal día para todo.
George caminó hacia el motel donde pasaría su noche en el desierto. Tenía que estar temprano en la oficina al día siguiente y con la espera, inesperada, extra que tendría su jodida llanta, era mejor armarse de paciencia. La tormenta de la que todos hablaban estaba dando ya sus primeros indicios y él no quería estar afuera para vivirla en carne propia. Caminó hasta la entrada y al cruzar la puerta, volteó la cabeza y vio una figura pequeña encogida en el piso de la entrada detrás de él. Estaba llorando y George supo que era la pequeña fiera que estaba empeñada en reñir con él.
Le pareció entender de qué se trataba, quizás había ido en busca de una habitación y cuando el reservó la suya, le informaron que era la última disponible.
Que mala suerte.
La hermosa mujer estaba envuelta en un delgado vestido azul de algodón corto. Y dejaba sus hombros y piernas esbeltas al descubierto. El frio que hacía mataría hasta al más fuerte de los hombres y George se sintió culpable de su mala suerte. Caminó hasta ella haciendo el menor de los ruidos y se quitó el abrigo para ponerlo sobre sus hombros. La vio temblorosa y se acariciaba una pierna fuertemente. Cuando la cubrió, ella se volvió mirando hacia arriba y esos ojos tan azules, estaba enrojecidos y plagados de lágrimas.