El sonido estrepitoso y magnifico de los “Rolling Stone” sonaba complaciente por los altoparlantes del Chevrolet spark gris plateado de Serena. Iba rumbo a la ciudad de california, específicamente, a Hollywood. Tenía toda la fe y la esperanza puesta en una cita con una firma importante de modelos establecida allá y como culmine de su sueño realizado, no dejaría que se le escapara de las manos en absoluto.
El viento entraba por la ventanilla del vehículo y Serena estaba fascinada con la música y la tremenda emoción que la embargaba.
–Nada puede salir mal. –Se dijo. –Es sólo cosa de llegar entera y reluciente.
Su cabello castaño rojizo ondeaba al viento y sus grandes ojos azules reflejaban las múltiples luces del atardecer.
Antes de que se pudiese dar cuenta, y tan sumida en sus propios pensamientos mientras cantaba la canción a todo pulmón, un auto, pasó de ella fuertemente, dejando una ola de polvo suspendido en el aire y metiéndose por su nariz con violencia. Serena miró de frente tratando de ver con claridad, pero sólo logró ver un Mercedes descapotable, negro metalizado que pasaba con total frenesí delante de sus ojos.
–¿Pero qué rayos…?
Frunció el ceño y comenzó a toser violentamente ante el polvo inhalado directo a sus pulmones. Detuvo el vehículo y estacionó junto a la carretera. Estaban en medio del desierto y el polvo y la arena abundaban por doquier ¿Quién rayos llevaría tanta prisa como para pasar así y levantar esa nube? Molesta hasta el tuétano, emprendió nuevamente la marcha y siguió su rumbo. Más adelante y poseída por un hambre atroz, se detuvo frente a una cafetería que estaba junto al camino. Ya acaecía la tarde y las luces de destellos anaranjados estaban en la culmine para dar el paso al anochecer impetuoso del desierto.
El letrero del local decía en letras grandes y rojas “El paso”. Miró el estacionamiento plagado de vehículos y entonces se dio cuenta del Mercedes descapotable que estaba estacionado ahí. ¿Sería el mismo que le llenó de arena y polvo las entrañas hace poco menos de media hora? Volvió a mirar el letrero y a Serena le sonó a un local de comida mexicana, pero al entrar notó el olor a hamburguesas y café y el orden ambiental, daban el aspecto de la típica cafetería americana. Le sentó como anillo al dedo.
Tomó asiento en la barra, una mujer regordeta y de tez clara acudió de inmediato a tomar su pedido. Habían pocos asientos desocupados y solo había espacio en aquella barra junto a un hombre alto que tomaba una taza de café a su lado. No reparó en absoluto a mirarlo, las tripas gruñían y parecían tener la intención de devorarse las unas a las otras si no les daba algo con que entretenerse rápido. Checó su cambio, no tenía mucho dinero, en su vida normal, ella no era una persona de una economía estable, al contrario, había pasado la mayor parte de su tiempo sobreviviendo con lo que ganaba en una pequeña librería donde ella hacía de vendedora a tiempo completo. La vida no le había sonreído en nada. Durante años había aprendido a subsistir con muy poco dinero, pocas pertenencias y una vida solitaria y amarga.
El golpe de suerte vino después, cuando en una reunión de organismos particulares, su amiga le había solicitado reemplazar a una modelo que no había llegado al evento. El ultraje de modas, era un acontecimiento que Serena se daba el lujo de disfrutar una vez al año junto a su amiga, quien trabajaba como manejadora de esa agencia. Daba el caso que la modelo faltante era de la misma estatura y talla de Serena y luego de improvisar en la pasarela, supo que eso quería hacer para siempre. Las felicitaciones fueron rejuvenecedoras, el dinero que ganó esa noche le dio para vivir el mes completo sin preocupaciones y las fotos le dieron el paso para preparar su folio y ofrecerlo a aquella a la que iba encaminada esa noche.
No se lo perdería por nada.
Se lo cuestionó, es cierto, a sus veintidós años, era difícil que lograra que la contrataran, pero debido al éxito de aquella noche y los contactos hechos, tenía cartas para jugar.
Y jugaba a ganador.
–¿Café? –preguntó la camarera.
–Negro, por favor.
La mujer se dio media vuelta para tomar la cafetera y llenar una taza grande delante de ella. Serena se prendó al instante de un muffins de chip de chocolate que estaba sobre la encimera, su boca se hizo agua con dolor. Tenía tanta hambre y solo tenía unos pocos dólares que gastar. Si lo gastaba todo, no tendría ni para una llamada local a su amiga en la ciudad.
–¿Le doy el panecillo? –preguntó la camarera.
Serena medito y luego asintió con la cabeza tristemente. Lo haría, su gula se lo pedía y ella obedecería sin chistar. Tomó el panecillo y lo partió en trozos pequeños, se llevó uno a la boca y lo tragó con un sorbo de café.
–Ese era el último, y lo quería para mí.
Serena salió de su ensoñación y observó al hombre junto a ella en la barra, tragó en seco ante la imagen que le penetró como fuego.
El tipo era increíblemente alto, se le notaba incluso al estar sentado junto a ella. Bordeaba los treinta y sus ojos eran de un color inexistente, mezcla de verde y gris, reflejaban una luz que ahí no había y era difícil desprenderse de ellos.
–¿Perdón?
El tipo se pasó una mano por el cabello rubio oscuro y largo hasta los hombros, acto, que derribó todas las barreras que Serena había levantado contra los hombres que conocía. Él sonrió y su cara se plagó de hoyuelos inmaculados que lanzaban por tierra cualquier sospecha en contra suya.
Era un maldito dios.
–Dije, que ese panecillo lo quería para mí… –sonrió coqueto antes de continuar. –pero viendo como lo saboreas, te perdonaré la vida.
Su autocomplacencia llenó de ira a Serena, quien no entendió cuál era la finalidad de aquel hombre arrogante ante ella. Se preparó para gritarle con toda su altivez femenina.
George no estaba prestando atención alguna a nadie en aquel lugar. Si había algo que odiara profundamente en la vida, era la gente. Una ironía debido a su trabajo. Relacionador púbico. Echó el ojo a aquel muffins que estaba detrás de la barra y sus ojos se prendaron de él de inmediato. Era un loco por los dulces y pasteles, empedernido repostero frustrado y amante de la comida casera. Se disponía a pedirlo, cuando vio que la camarera lo tomaba y se lo daba a la chica que estaba a su lado. Iba a reprenderla, porque ese panecillo, debía ser de él. Posesivo por naturaleza, George estaba acostumbrado a tener lo que quería… siempre y sin excepciones.