Canción de Navidad (1843)

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Belgravia (Londres), 24 de diciembre de 1843.

El movimiento en la casa de los Hofferson era frenético.

Astrid podía escuchar cómo los criados corrían de un lado a otro, nerviosos y apurados por todo lo que debía hacerse todavía. Oyó a su madre hablar con la señora Williams, el ama de llaves, ultimando los detalles de la cena y la lista de invitados. Su padre estaría en su despacho, fumando su pipa junto con su tío a la vez que tomaban la primera copa de whisky del día para celebrar las fiestas.

La joven se recolocó la manta que le cubría los hombros y reposó su mejilla contra la pequeña ventana circular del desván de su casa. El cristal estaba tan frío que perdió la sensibilidad de la piel. El desván era el lugar más frío de toda la casa, pero gozaba de unas vistas preciosas de la calle nevada sin que nadie la avistara y disfrutando de un anonimato del que no siempre podía saborear.

La familia Hofferson era lo que muchos catalogaban como "nuevos ricos". El bisabuelo de Astrid, Thobias Hofferson, había creado una editorial de enorme éxito que continuaba su actividad lideraba por la tercera generación, compuesta por el padre de Astrid, Thomas Hofferson, y su tío Finn. Ambos hombres celebraban desde hacía tiempo que el negocio, Hofferson & Co., contaba con la continuidad de una cuarta generación, representada en Tommy Hofferson, el hermano mayor de Astrid. La pequeña de los Hofferson ni siquiera se atrevía a soñar que la permitieran liderar el negocio, pero le gustaba fantasear con la idea de que algún día pudiera ocupar un lugar en la empresa.

Pero no, era imposible. Astrid era una mujer y, al parecer, su destino se reducía a casarse, a tener muchos hijos sanos y guapos que dieran continuidad al negocio familiar y a mantener la casa de su marido.

Sin embargo, dado que Astrid había crecido entre rotativas, libros y papel y había cogido una enorme pasión por la lectura y la escritura, aunque esto último era una afición que mantenía mayormente en secreto y que muy pocos conocían. Una dama como ella no debía distraer su mente con fantasías tontas como convertirse en escritora.

Pero Astrid Hofferson no era una dama corriente.

En junio había cumplido diecisiete y había sido presentada en sociedad ante la mismísima reina Victoria. Desde entonces, Astrid había acudido a decenas de bailes como el mayor trofeo al que muchos jóvenes aspiraban a ganar, no solo porque pertenecía a una de las familias más adineradas de toda Inglaterra, sino porque había sido reconocida como una de las damas más bellas de Londres. Sin embargo, Astrid Hofferson se había ganado la fama de ser una joven prepotente y arrogante. Muchos pensaban que esa actitud se debía porque Astrid se lo tenía creído por su riqueza, pero la verdad era que no podía soportar verse como un premio por el que competir.

Su familia no la presionaba todavía con el asunto del matrimonio, pero no habían ocultado su entusiasmo a espaldas de la joven ante la posibilidad de que pudiera casarse con algún Lord para meter a la familia entre la aristocracia inglesa. No obstante, los Hofferson conocían el carácter de su hija y dada su juventud decidieron no sacarle el asunto hasta que cumpliera la mayoría de edad.

—Señora Williams, ¿ha visto a Astrid por algún casual? —preguntó la señora Hofferson en la escalera.

—No la he visto en toda la tarde, señora —respondió el ama de llaves no muy sorprendida por la pregunta.

—Esta niña... ¡Sabe que tiene que prepararse! Los invitados no tardarán en llegar —comentó la señora Hofferson irritada.

Astrid puso los ojos en blanco y volvió a centrar su atención en su libro. A principios de mes, su padre había traído entusiasmado una copia de lo que se vaticinaba como uno de los mayores éxitos editoriales de aquellas navidades. Astrid no había ocultado nunca su admiración por el señor Charles Dickens, por lo que se adueñó rápidamente del pequeño relato llamado Canción de Navidad. No obstante, las semanas siguientes habían sido una auténtica locura para la joven, dado que su madre insistía en que su hija debía tener un rol especial en la organización del baile y debía lucir esplendorosa. La joven Hofferson había terminado tan cansada y aburrida de probarse vestidos, escoger servilletas y elaborar centros de mesa que se dormía tan pronto se metía en la cama y no había tenido ocasión para leer la obra de Dickens. La única actividad con la que realmente había disfrutado fue con la colocación y decoración del árbol de Navidad, costumbre que habían iniciado el año pasado, tras haberse conocido que la familia real había puesto uno en el Castillo de Windsor. Las reproducciones que vieron en los periódicos les gustó tanto que decidieron continuar con la tradición que el príncipe Alberto había traído a Inglaterra.

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