Capítulo III: El reencuentro

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Hurgar en el pasado, es remover la herida; dar vida a nuestros
miedos y alimentar a los demonios
que se ocultan en el dorso
de una lágrima.

Admito que lo más prudente sería cerrar el diario y no continuar escarbando en la herida; es más, una parte de mí quiere lanzarlo por la ventana para que el viento se encargue de esparcir sus fragmentos; pero hay otra que se aferra con ahínco al fantasma de un Francisco que está muerto, un Francisco que maté con mis propias manos. Miro de reojo La Divina Comedia y juro que soy capaz de escuchar a la Beatriz de Dante implorando mi atención.

—Lo siento mucho Beatriz, Teresa es la única que puede sacarme de este infierno —mascullo, y vuelvo la vista al cuaderno que tengo entre las manos. El corazón pasa por alto mis palabras, va desbocado en busca de las suyas.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —La interrogante escapa de mis labios como la súplica del reo a su verdugo.

Finalmente la encuentro, y se detiene el tiempo. Dormía entre el boceto de su rostro y el cadáver de una flor, su preferida. Siento como se escurre entre mis dedos, estoy temblando, tal parece que tuviera vida. Desato la delgada cinta que la mantiene prisionera y me sumerjo en su cuerpo.


Paco, alma mía:

Esta será la primera carta de muchas, lo sé. Ha querido el destino que nos separemos por un tiempo, pero confío en que la distancia sea aliciente para nuestro amor, nunca veneno. Quiero que la lleves contigo como algo sagrado, como amuleto para la buena ventura, como el recordatorio de que en mi pecho, está tu hogar. No pretendo repetir lo que ya sabes, lo que te he dicho con cada beso y reafirmado con cada caricia. Soy tuya, de manera irremediable, y me queda la certeza de que también eres mío; me lo dicen tus ojos, esos que nunca mienten, esos que adoro más que al firmamento. Aquí te espero, cumple tus sueños, sueños que también son mis sueños. Nos queda la certeza de que, tarde o temprano volveremos a abrazarnos, a fundir nuestros cuerpos, porque nuestras almas, ya son una sola.

Siempre tuya,

Teresa

Ahora sí, esta fue la gota que derramó la copa; creo que me ahogo, y llorar, es la única manera que encuentro de evitarlo. Siento el peso de unos ojos sobre mí, son los de ella, me observan con dulzura perpetuada en el papel. Quizás cuando clave mis pupilas en las suyas, solo halle rencor. Aunque duela, tendré que soportarlo, tiene todos los motivos para odiarme, y yo, solo tengo razones para amarla. No tengo dudas al respecto, Alicia es la mujer de mi vida, y Teresa, la de mis sueños.

Nunca he conocido a nadie como ella, tan libre, tan fuerte… tan Teresa. Fue mi primera amiga… mi primer amor. Un amor desenfrenado y apacible, un amor puro y pasional… un amor que me revolucionó, que hizo de mí una mejor persona. Lástima que su efecto no duró para siempre y, al dejar San Vicente, me convertí en lo que soy… una rata cobarde. Gracias a ella me armé de valor para enfrentar a mis padres y perseguir mi sueño, y mira cómo le pagué; no hay día que no me arrepienta.

Tanto cavilar me tiene exhausto, los párpados me pesan toneladas. Una jaqueca terrible me obliga a recostar la cabeza sobre cristal de la ventana, no sin antes mirar mi reflejo y sentir lástima por mi apariencia deplorable. Necesito dormir, aunque sea un par de horas, no quiero llegar a San Vicente hecho un desecho humano.

Cierro los ojos y trato de no pensar... pero, inevitablemente, otra vez sueño con ella, que la tengo delante, que le beso la frente, que la arropo en mi pecho, que se desvanece, que llora, que vuela, que corre, que ríe, que toma mis manos, que da vida a mis ojos. Y una vez más le digo adiós, me marcho, la dejo, la pierdo, me pierdo…Teresa…Teresa… ¡Teresa!

Me agito sobre mi asiento y me despierto abatido. Grité su nombre. Todos están de pie y me observan como si fuera un bicho raro. Me hundo en mi lugar deseando que se abra la tierra y me succione de una vez, odio ser el centro de atención, sobre todo en estas circunstancias. Algo anda mal, ¿por qué el tren no se mueve?

—Hemos llegado señor —me dice el joven que está a mi lado. Al parecer siempre estuvo ahí y yo no lo había notado.

Pero… ¿cuánto tiempo estuve dormido? Saco mi reloj del bolsillo buscando confirmar lo que ya sospecho. ¡Cinco horas! No puedo creerlo. Me aferro a la maleta y bajo del vagón con prisa, medio aturdido. Inmediatamente el olor a guayaba se me mete por los poros y la tierra mojada se impregna en mis zapatos como pidiendo a gritos quedarse conmigo.

Lo primero que arremete contra mis ojos, es mi nombre y el de Teresa encerrados en un corazón tallado en el espaldar de un banco de la estación. Suficiente para aumentar mi culpa, suficiente para que recuerdos que una vez fueron tan dulces y que en este momento se tornaban inoportunos, asaltaran mi mente. Si Alicia hubiese venido conmigo, ahora mismo estuviese volviéndome loco con un cuestionario de molestas preguntas. ¿Quién es Teresa? ¿Por qué está tu nombre y el de ella en ese corazón? ¿Fueron novios? ¿Por qué nunca me hablaste de ella? ¿La quisiste mucho? De solo pensarlo se me pone la piel de gallina, siempre he detestado el interrogatorio, sobre todo si las preguntas involucran mi pasado. Sé que el sueño de anoche fue una advertencia, algo dentro de mí me lo asegura y ya no tengo dudas al respecto. Tenía que venir, necesito verla y ser perdonado, solo así podré pasar página.

No he podido preparar mi discurso y eso me tiene hecho un manojo de nervios. Creo que lo mejor es que vaya caminando hasta el pueblo, así tendré tiempo para darle forma en mi cabeza. Sí, la palabra discurso suena patética, pero lo cierto es que me hará falta un buen discurso para que Teresa se apiade de mí.

Teresa… mi Teresa, ¿qué habrá sido de ella? Desde que me marché de San Vicente perdimos el contacto. Me comporté como un canalla, le prometí que al terminar los estudios regresaría y nos casaríamos. Terminé los estudios, pero no regresé, y fue poco lo que volví a saber de ella. Espero que me perdone, yo sí la quise, la quise mucho, pero mi amor propio fue mayor. ¿Qué digo amor propio? Mi egoísmo, mi estúpido egoísmo. No tuve el valor de escribirle. Llegó un momento en que me rehusé a leer las cartas de mi madre porque en ellas siempre me hablaba de Teresa, de cómo estaba sufriendo por mi ausencia; por eso, cuando le anuncié mi matrimonio con Alicia, le pedí que hablara con ella y le contara, pensé que tal vez así, dejaría de esperarme y se decidiría a ser feliz. Seguro está casada, con hijos, y quién sabe, hasta con nietos.

Hijos…yo no pude tenerlos, esa es una pena que cargamos en silencio Alicia y yo, un tormento que no nos confesamos ni siquiera el uno al otro. Tal vez yo no los merecía, puede que no tener descendencia formase parte de mi castigo, por cobarde, por poco hombre, por egoísta; pero Alicia no tiene la culpa, yo la arrastré conmigo, yo la condené también. Parezco un muchacho pateando cada piedrecilla que mis pies encuentran. Heme aquí, como un cuerpo sin vida, como una oveja que se dirige al matadero y lo sabe.

Entonces ocurre… un cartel: "Bienvenido a San Vicente", un camino de piedras, una cerca blanca, un sepulcro, un nombre: Teresa Muñoz… su fecha de nacimiento, y… la fecha de mi casamiento.

TeresaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora