Capítulo II: El viaje

140 47 120
                                    

Son dos los accesorios
que componen mi equipaje:
la culpa y tu recuerdo.


Me dirijo al carruaje que está en la esquina y le pregunto al cochero si puede llevarme a la estación de trenes. Asiente y subo enseguida. Debo estarme volviendo loco. En todos estos años, no es la primera vez que sueño con Teresa. He perdido la cuenta de las veces que he despertado sobresaltado y con el corazón en la boca por haberla soñado; sin embargo, nunca me había planteado siquiera regresar a San Vicente ¿Por qué esta vez ha sido diferente? Quizás ese sueño sea una advertencia, un presagio.

Me doy cuenta del sinsentido de mis pensamientos y muevo mi cabeza de un lado a otro como si así pudiera espantarlos. No puedo creer que alguien que presuma su escepticismo ante todos, acabe de sopesar la idea de que ese sueño haya sido una señal. Sí, definitivamente me estoy volviendo loco.

—Señor, hemos llegado. —Escucho al cochero, pero permanezco inmóvil en el asiento. Mi osadía vacila en retractarse—. Señor, hemos llegado ya —noto cierta preocupación en su insistencia.

—Claro, claro. —Me apresuro a contestar—. Gracias por traerme. —Le pago y bajo de un brinco.

El trayecto me pareció más corto de lo habitual, tal vez porque iba perdido en mis pensamientos, quizás porque ellos tenían que ver con Teresa... mi Teresa, ¿qué habrá sido de ella? La última vez que la vi yo era un muchacho de dieciocho años, con las hormonas a flor de piel y una ilusión: ser médico. Para materializarla tuve que venir a la capital. Nada pudo detenerme, ni las súplicas de mi madre porque no me fuera tan lejos, ni el ceño fruncido de mi padre que había soñado con que fuese yo su sustituto en la finca, ni las lágrimas de Teresa... mi Teresa.

—¿Va a comprar un boleto, señor? —Una voz desde la taquilla me hace espabilar.

—Sí —me apresuro a contestar-, con destino a San Vicente —señalo. Debo dejar de caminar como si fuera un muerto viviente, todos a mi alrededor van a creer que he perdido la cabeza.

—El tren sale en 15 minutos señor, debería subir ya a su vagón —me comunica amablemente la misma voz de antes.

Tomo el boleto en mis manos y subo al tren sin demora. Son siete horas hasta San Vicente, tiempo suficiente para ensayar lo que voy a decirle a Teresa cuando la tenga enfrente. Necesito pedirle perdón, ¡de rodillas si fuera preciso! Necesito que me perdone, me apremia. Pero no soy iluso, estoy preparado para lo peor, para una bofetada como mínimo. Aunque Teresa no es agresiva, por lo menos no lo era, pero el tiempo ha pasado y las personas cambian; incluso yo, que pensé no cambiar jamás, parece que estoy dejando atrás la cobardía que me ha caracterizado siempre. No me importa su reacción, debo sacarme esta maldita culpa de encima. Son casi treinta años sin poder dormir tranquilo.

* * * * * * *

El tren se pone en marcha y el corazón se me dispara en el pecho.

—Ya no hay vuelta atrás. —Le murmuro al Francisco pusilánime, a ese que no se atrevió a ir al entierro de sus padres por temor a reencontrarse con Teresa. Al que no tuvo la hombría suficiente para al menos escribirle una carta pidiéndole disculpas por no haber permanecido fiel a la palabra que le dio.

Lo que me faltaba, hablar de mí mismo en tercera persona. Necesito frenar estos pensamientos antes de que terminen con la poca cordura que me queda. Puede que leyendo consiga distraerme. Pongo la maleta sobre mi regazo y, al abrirla, lo primero que asalta mis ojos es el dichoso cofre que tomé de la caja fuerte antes de emprender mi viaje. No fue buena idea traerlo conmigo, ¿en qué estaba pensando? Aun así, me olvido de La Divina Comedia y me preparo para enfrentarme a lo que hay en su interior.

Las bisagras chirrían, lleva demasiado tiempo cerrado. La última vez que lo abrí fue el día antes de mi boda, quería prenderle fuego a su contenido, pero tampoco tuve el valor para eso; después de todo, un diario es una parte de ti, y este para mí era más que eso, era el testigo de que alguna vez tuve alma.

Me lo regaló la tía Amalia cuando cumplí doce años, según ella, siempre tuve cualidades para ser escritor. A mi padre no le agradó mucho la idea, decía que tanto leer y escribir, harían de mí un debilucho. Él prefería que me entregara de a lleno a los cuidados de la finca, que aprendiera de semillas y abonos, vacas y caballos; pero tía Amalia era su consentida, la niña de sus ojos, no era capaz de reprocharle nada. Fue uno de los mejores obsequios que he recibido en mi vida, de muchacho fui tímido y retraído, el diario se convirtió en una vía para expresarme, para encontrarme a mí mismo.

Lo sostengo entre mis manos con el desasosiego de quien está a punto de profanar algo sagrado, dudo ante la tapa desgastada por los años y finalmente me decido a abrirlo. Mis pupilas devoran cada trazo, cada palabra ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuánta nostalgia! Lo hojeo con respeto y con cierto recelo. Parte importante de mi vida pasa frente a mis ojos exhaustos. De repente quedo inmóvil, una fecha hace que contenga la respiración unos segundos, 11 de noviembre de 1859, el día en que conocí a Teresa.

Viernes, 11 de noviembre de 1859

Hoy es el cumpleaños de la tía Amalia, mi padre se empeñó en hacer una gran fiesta. Tía prefería un almuerzo en familia, pero terminó cediendo a los deseos de papá con la condición de que fuese su cocinera la que se encargara de todo; su nombre es Estela, y dice tía que cocina como los ángeles. Estela trajo con ella a su hija, se llama Teresa, es un año más grande que yo, pero yo soy más alto. Al principio me daba pena hablarle, nunca ha sido fácil para mí hacer amigos. Lo único que hacía era mirarla desde lejos cuando estaba distraída ayudando a su mamá; hasta que me sorprendió infraganti y me sacó la lengua. No pude aguantar la risa, ni ella tampoco, así se rompió el hielo.

Cuando terminó de ayudar en la cocina le mostré la finca, daba gusto ver cómo se quedaba embobada mirando los caballos, en especial a Deméter, la yegua que me regaló papá cuando cumplí once. Como la fiesta durará hasta el domingo, prometí que mañana le enseñaría a cabalgar. Dice que tía les está enseñando a ella y a su madre, a leer y a escribir. Me confesó que de grande quiere ser maestra y yo, le revelé mi más grande secreto, mi mayor anhelo: estudiar medicina. Nadie más lo sabe; ni siquiera la tía Amalia que es la persona que más me quiere. No sé por qué esta niña me transmite tanta confianza; no entiendo por qué con ella soy diferente, más alegre, más valiente. Siempre he disfrutado mucho los cumpleaños de la tía, pero sin dudas este ha sido el mejor de todos.

Recuerdo que esa noche soñé con sus pupilas despiertas devorando cada cosa que le mostraba como si fuera magia; con sus cabellos volando a merced del viento mientras atravesábamos la sabana a lomos de Deméter. Mi Teresa era increíble, sorprendentemente inteligente y extraordinariamente hermosa —por dentro y por fuera— y estoy convencido que, pese a los años transcurridos, lo sigue siendo.

Una lágrima cálida brota de mi ojo derecho y me apresuro a secarla. No quiero llorar, ¡no tengo permitido llorar!; sobre todo porque a esta lágrima le dio vida la nostalgia y no la culpa. ¿Qué derecho tengo yo de sentir nostalgia? Ninguno en absoluto. Ese derecho lo perdí el día que puse un pie en la capital y me dejé deslumbrar por la civilización; el día que conocí a Alicia y la fortuna de su padre me desbordó los ojos; el día que decidí que Teresa era parte de un pasado que no quería recordar.

TeresaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora