Tres segundos antes de recibir la carta de J. B. Hobson, yo pensaba tanto en perseguir al unicornio como en intentar el paso del noroeste. Tres segundos después de haber leído la misiva del honorable secretario de Marina, comprendía, al fin, que mi verdadera vocación, la única meta de mi vida, consistía en dar caza al monstruo inquietante y librar de él al mundo.
-¡Consejo!, llamé con voz impaciente.
Consejo era mi criado. Un mozo muy adicto que me acompañaba en todos mis viajes; un excelente flamenco a quien tenía yo afecto y que me lo retribuía con creces; un ser de temperamento flemático, metódico por principios, activo por hábito, poco inclinado a dejarse impresionar por las sorpresas del vivir cotidiano, de manos habilísimas, apto para todo servicio y, a pesar de su nombre, nada dispuesto a dar consejos, ni siquiera cuando no se los pedían.
A fuerza de rozarse con los sabios de nuestro mundillo del Jardín botánico, había logrado Consejo aprender algunas cosas. Contaba yo en él con un especialista muy ducho en las clasificaciones de la historia natural, capaz de recorrer con agilidad de acróbata toda la escala de las ramas, grupos, clases, subclases, órdenes, familias, géneros, subgéneros, especies y variedades. Pero de ahí no pasaba su saber. Clasificar era su vida, lo demás se hallaba fuera de su campo. Muy versado en la teoría de la clasificación, poco en la práctica, supongo que no hubiera sabido distinguir un cachalote de una ballena. ¡Y, sin embargo, qué honrado y digno mozo era Consejo!
Hasta ese momento y desde hacía diez años, me había seguido a cuanto lugar me llevaba la ciencia. Jamás le oí una observación sobre lo prolongado o fatigoso de un viaje, ninguna objeción en el momento de preparar la valija para marchar a un país cualquiera, China o Congo, por más lejano que fuere. Allá se iba él, sin preguntas ociosas. Además, gozaba de una salud que le permitía desafiar todas las en fermedades, lo mismo que de unos músculos sólidos, pero nada de nervios, ni asomo de nervios, en lo moral se entiende.
El mozo tenía treinta años, y su edad con respecto a la de su amo estaba en la proporción de quince a veinte. Discúlpeseme esta manera de decir que yo frisaba en los cuarenta.
Sólo un defecto le notaba a Consejo. Rabiosamente formalista, no me hablaba jamás sino en tercera persona, hasta el extremo de hacerse exasperante.
-¡Consejo!, repetí, mientras comenzaba con mano febril los preparativos para la partida.
Por cierto, yo daba por sentada la devoción del mozo. De ordinario nunca lo consultaba acerca de si le convenía o no seguirme en mis viajes, pero en esta oportunidad tratábase de una expedición que podía prolongarse indefinidamente, de una empresa arriesgada, en persecución de un animal capaz de hundir una fragata como si fuera una cáscara de nuez. Era como para pensarlo bien, incluso el hombre más impasible del mundo. ¿Qué diría Consejo?
-¡Consejo!, grité por tercera vez.
Consejo se presentó.
-¿Llamaba el señor?, dijo entrando.
-Sí, muchacho. Apronta mis cosas y prepárate. Salimos dentro de dos horas.
-Como el señor guste, respondió tranquilamente Consejo.
-No debemos perder un instante. Pon en el baúl todos mis utensilios de viaje, algunos trajes, camisas, medias, sin contarlos, pero cuantos quepan. ¡Y date prisa!
-¿Y las colecciones del señor?
-Ya nos ocuparemos de ellas más tarde.
-¡Cómo! ¿Los archiotherium, los hyracotherium, los oreodones, los cheropotamus y otras osamentas del señor?
-Las dejaremos guardadas en el hotel.
-¿Y la babirusa del señor?
-Le darán de comer durante nuestra ausencia. Por otra parte, de jaré ordenado que nos envíen a Francia nuestra colección de fieras.