UNA BALLENA DE ESPECIE DESCONOCIDA

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Aunque me sorprendiera la inesperada caída, no dejé de conservar una impresión muy neta de mis sensaciones.

En primer término me vi arrastrado a una profundidad de unos veinte pies más o menos. Yo soy buen nadador, por supuesto sin pretensiones de igualar a Byron o a Edgar Poe que fueron maestros, y la zambullida no me hizo perder la cabeza. Dos vigorosos talonazos me llevaron nuevamente a la superficie del mar.

Lo primero que hice fue buscar con la vista a la fragata. ¿Habría advertido la tripulación que yo no me hallaba a bordo? ¿La Abraham Linco1n habría cambiado de rumbo? ¿El comandante Farragut no había echado alguna embarcación al mar? ¿Podía esperar que se ocuparan de mi salvamento?

Las tinieblas eran profundas. Entreví una masa negra que desaparecía hacia el este y cuyos fuegos de posición se apagaron con la distancia. Era la fragata. Me sentí perdido.

-¡Socorro! ¡Socorro!, grité nadando hacia la Abraham Linco1n con brazadas de desesperación.

La ropa me molestaba. El agua me la adhería al cuerpo, paralizando mis movimientos. ¡Me hundía! ¡Me sofocaba!...

-¡Socorro!

Fue el último grito que lancé. Se me llenó de agua la boca. Luché afanosamente contra la fuerza que me arrastraba al abismo.

De pronto me asió de la ropa una mano vigorosa, me sentí levantado con violencia a la superficie y oí, sí, oí estas palabras que me decían al oído:

-Si el señor quiere tener la extremada gentileza de apoyarse en mi hombro, el señor nadará con mayor soltura.

Apreté con la mano el brazo de mi fiel Consejo.

-¡Tú, exclamé, tú!

-Yo mismo, respondió Consejo, y a las órdenes, del señor.

-¿El choque te arrojó al mar al mismo tiempo que a mí?

-De ningún modo. Pero como estoy al servicio del señor, he seguido al señor.

¡Al digno mozo le parecía eso lo más natural!

-¿Y la fragata?, le pregunté.

-¡La fragata!, respondió Consejo poniéndose de espaldas, creo que el señor haría bien en no contar mucho con ella.

-¿Qué dices?

-Digo que en el momento en que me echaba al mar, escuché estos gritos de los marineros: ¡La hélice y el timón están rotos!

-¿Rotos?

-Sí, los quebraron los dientes del monstruo. Es la única avería, supongo, que tuvo la Abraham Lincoln. Pero, lo que es una circunstancia desdichada para nosotros, ya no tiene gobierno.

-¡Entonces, estamos perdidos!

-Puede ser, respondió tranquilamente Consejo. Sin embargo, nos quedan todavía algunas horas por delante y en algunas horas pueden hacerse muchas cosas.

La imperturbable calma de Consejo me dio ánimo. Nadé más vigorosamente; pero molesto por la ropa que me apretaba como una chapa de plomo, hallaba mucha dificultad en sostenerme a flote. Consejo lo advirtió.

-Permítame el señor que le haga un corte, dijo.

Y deslizando la hoja de un cuchillo por entre mi ropa la rasgó de arriba abajo con rápido golpe. Luego me despojó de ella en un santiamén, mientras yo nadaba por los dos.
A mi vez le presté igual servicio a Consejo, y ambos continuamos navegando uno junto al otro.

No obstante, la situación no dejaba de ser angustiosa. Quizás no hubieran notado nuestra falta y, aunque la advirtieran, la fragata no podía volver hacia nosotros con el timón desmontado. La única esperanza eran los botes.

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⏰ Última actualización: May 29, 2015 ⏰

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