III - Ermengarda

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Ermengarda

En el primer encuentro de Sara con las niñas que serían sus compañeras, le quedó claro cuál sería el estilo de relaciones que establecería con ellas. Aquella mañana, cuando Sara se sentó al lado de la señorita Minchin y el salón entero se dedicaba a observarla, muy pronto se dio cuenta de que una niña aproximadamente de su edad, la miraba fijo con un par de ojos azules, un poco tristes.

Era una niña regordeta, al parecer, poco inteligente, pero dotada de una expresión simpática y bondadosa. Estaba encantada mordiendo la cinta de su trenza. Cuando el señor Dufarge se dirigió a Sara, la chica se atemorizó; pero al ver que Sara respondía en francés con gran naturalidad, se sorprendió mucho; ella ni siquiera recordaba que "la madre" se decía la mére. Le maravillaba escuchar que una niña, casi de su misma edad, pudiera juntar tan fácilmente todas aquellas palabras en francés. La mirada intensa y el nervioso mordisqueo a su cinta, llamaron la atención de la señorita Minchin, que, muy molesta le dijo:

-¡Señorita Saint John! ¿Cómo se atreve a observar semejante actitud? ¡Baje esos codos! ¡Quítese la cinta de la boca! ¡Siéntese derecha, inmediatamente!

La pobre niña se sintió muy avergonzada y cuando escuchó las risitas burlescas de Lavinia y Jessie se puso roja y parecía que las lágrimas iban a brotar de sus ojillos asustados. Cuando Sara la vio, se compadeció de ella y sintió que le gustaría ser su amiga. Era una característica de Sara. Siempre estaba dispuesta a acudir en ayuda de quien se viera en apuros o estuviera pasando momentos amargos.

"Si Sara hubiese sido varón y vivido unos cuantos siglos atrás -solía decir su padre-, habría recorrido los países blandiendo su espada en defensa de cuanto ser viviente se encontrara en dificultades. Cuando ve a alguien en desgracia, se siente impulsada a la acción."

Así, pues, la hija de Saint John, conmovió el corazón de Sara y siguió observándola durante el transcurso de la mañana. Advirtió que las lecciones no eran cosa fácil para ella. Su lección de francés fue lastimosa; tanto que hasta el profesor Dufarge sonrió al oír su pronunciación. Lavinia, Jessie y otras alumnas se codeaban riendo y mirándola con desdén. A Sara, eso le dolía.

-No es gracioso, en realidad -dijo entre dientes, inclinándose sobre su libro-. No deberían reírse.

Al terminar la clase, las alumnas se reunieron en corrillos para charlar; Sara buscó a la señorita Saint John, la halló hecha un ovillo y desconsolada en un rincón, se acercó a ella y le habló. Las palabras eran las que cualquier chicuela le habría dicho a otra al proponerse hacerse amiga. Pero en Sara había ese algo particularmente delicado y afectuoso, que todos advertían desde el primer momento.

-¿Cómo te llamas? -dijo Sara.

La pequeña se asombró al escuchar esas simples palabras.

Una alumna nueva es siempre motivo de expectación y esta en particular. La noche anterior, todo el colegio había tejido comentarios sobre ella, hasta que el sueño las venció, exhaustas por la curiosidad y las versiones contradictorias: una compañera con un coche, doncella particular, un pony, y un viaje desde la India, no era algo que sucediera todos los días.

-Me llamó Ermengarda Saint John -contestó cohibida.

-¡Tu nombre es muy bonito! ¡Parece de cuentos! Yo me llamo Sara Crewe.

-¿Te gusta mi nombre? -dijo Ermengarda, halagada-. A mí... a mí me agrada el tuyo.

El mayor problema en la vida de Ermengarda era que su padre era un hombre muy inteligente. Hablaba siete u ocho idiomas, tenía una enorme biblioteca y parecía que había leído todos esos libros y que no podía comprender cómo una hija suya era tan torpe, que jamás sobresalía en nada. "Hay que obligarla a aprender". Había dicho a la señorita Minchin.

La Princesita - Frances Hodgson BurnettDonde viven las historias. Descúbrelo ahora