Había transcurrido dieciséis años desde que aquella pequeña de cabellera negra como el manto de un cielo oscuro en pleno invierno llegó a las puertas de aquella casa que parecía en ruinas. Un llanto lastimero que cruzaba su cansado pecho cuando descubrió el cruel destino que le aguardaba a su pequeña hija, no tenía un nombre que darle, sólo lágrimas de misericordia por un destino del cual quería huir.
Con pesar, se arrastró entre los matorrales de aquella casa pobre y alejada de la ciudad de Olympia sólo para ver como aquel llanto rompía la tranquilidad de una noche estrellada. Su pequeña tenía que sobrevivir.
***
AÑOS DESPUÉS.
La más pequeña de las tres era Isaura, pícara, llena de energía y soñadora, era la niña con la que más lidiaban los señores Tavalas. Ni Adara ni Dorinda eran tan problemáticas como ella, siempre se les veía gustosas de ayudar a su madre a excepción de aquella pequeña de cabello azabache y ojos violeta.
—Debes ayudarnos —resolvió su madre a ordenarle mientras colocaba los brazos en jarras y la miraba severamente.
—Madre, yo sólo quiero conseguir un chico que pueda enamorarse de mí y...
—Detente ahí niña —dijo su padre de pronto mientras limpiaba la tierra de sus manos con un trapo sucio y viejo—. Casarse no es algo simple, hay que rendirle honores a la diosa Hera, y sobre todo lo más importante es conseguir un buen muchacho pero... eres muy joven como para pensar en ello.
—Tengo dieciséis años, no soy una niña.
Las hermanas de Isaura comenzaron a reírse y ella las miró enojada. Sabía que era diferente de ellas, esas dos chicas que parecían ninfas perdidas en un mundo mortal, aquellas princesas de cabellos dorados y ojos tan azules como el mismo cielo, parecían haber sido besadas por la misma afrodita.
—No nos reímos para burlarnos de ti —se defendió Adara al notar la cara de desconcierto de Dorinda—. Sabes que te queremos un montón.
—Se nota —dijo Isaura enojada y se encaminó hacia las piedras en el cual al final había un precipicio. Su padre al verla tan afligida por un simple comentario decidió ir en busca de ella.
El aire era tan sofocante en esas fechas del año, que costaba respirar. Sin embargo, la familia Tavalas había hecho una promesa a los dioses: tenían que llevar ofrendas a Olympia todos los días y hacer oración; afición que a Isaura no se le permitía.
Soñaba con mirar más de aquel mundo, ansiaba cada momento de su vida poder huir de las paredes de su casa para no tener que esconderse del mundo una vez más. Aquella mañana la señora Tavalas les había ordenado a todas sus hijas a recoger las siembras que tenían en una parcelita pequeñísima, y en pleno sol todas decidieron ayudar a su madre mientras su padre se encargaba del ganado junto con los hombres de la aldea.
—Hace calor —se quejó Isaura mirando de soslayo a su madre para ver si le permitía regresar al interior de la casa y refugiarse de los cándidos rayos del sol.
—Todos tenemos calor, Isaura —respondió su madre mientras se limpiaba el sudor con el mango de su ropa—. Necesitamos reunir lo suficiente para la oración y para nosotros.
Tener que quitarse un poco de lo suyo para dárselo a un dios que no la escuchaba, eso era lo que me más detestaba Isaura en aquellos momentos, aquel dios al que su familia tanto le rezaba ni siquiera los escuchaba.
—Algún día lo entenderás —dijo Adara al notar el gesto reprobatorio de Isaura, ésta sólo asintió para no tener que entrar en debates y por consiguiente en un enfrentamiento.
Ya había ocurrido una vez, cuando a los diez años se preguntó el porqué no la llevaban al templo y durante los días posteriores les recriminó su abandono por un dios que ni siquiera les tenia misericordia. Fue aquel día cuando su madre no tuvo la paciencia para explicarle y el arrebato de furia la hizo tocarla por primera vez.
—Podríamos hablar de ello...
—No —respondió Isaura levantándose del suelo para caminar más allá e ir a recoger los tomates.
Justo cuando avanzaba algo se movió entre las raíces y hojas secas, se acercó sigilosamente tratando con cuidado de mover las hojas del tomate para llevarse una gran sorpresa, una gran serpiente en tonos dorados estaba enroscada, esperando.
—Ten cuidado —grito la madre de Isaura apartando a su hija de aquella serpiente, tomando un rastrillo para ahuyentar a la serpiente que rápidamente huyó entre las piedras calizas.
Isaura tenía el corazón a mil por hora, la serpiente no la había asustado pero sí el impestivo movimiento que había hecho su madre para con ella.
—Pudiste haber muerto si esa te mordía.
—Pero no iba a atacarme —replicó Isaura.
Su madre ya estaba cansada de tener que discutir siempre con ella, así que optó por quitarle la pequeña canasta que ésta cargada para encargarse de recoger los tomates mientras que Isaura daba media vuelta para irse de ahí.
—¿Qué sucedió? Escuché que mamá te gritó.
—Una serpiente —respondió Isaura mirando a su hermana Adara—. Ni siquiera iba a atacarme.
Adara se sentó a su lado acariciando el cabello lacio de Isaura.
—Debes tener cuidado, muchos murmuran que los dioses andan un poco enojados.
—No creo que Medusa haya soltado a su ejército —bromeó Isaura regalándole una sonrisa a su hermana.
—No lo creo, simplemente la gente está un poco molesta de ver que su dios no escucha sus suplicas, y sé que ya los has dicho antes —añadió lo último sabiendo que Isaura diría "se los dije"
Aquella misma tarde, sus padres junto con sus hermanas decidieron arreglar todo para irse a la ciudad de Olympia, era la hora de los rezos, aquellos rezos que posiblemente se prolongarían hasta la media noche.
—Nos vamos —dijo su madre tomando las canastas junto con sus dos hermanas.
Isaura la miró sin ningún atisbo de dolor o queja, tal vez se debía a que ya estaba acostumbrada a estar escondida.
Isaura tenía un pequeño secreto o tal vez no lo era del todo, ella no era como sus hermanas, de hecho se sentía un poco excluida de su propia familia, tenía el cabello negro y tenía los ojos de un extraño color violeta los cuales tomaban un tono iridiscente cada que se alteraba. Sus padres habían dicho que nunca debía dejar que otras personas la viesen, tenía que esconderse de su propia gente, una aldea que conocía de su existencia más no de físico.
Isaura se despidió de su familia, añorando crecer más y por fin conseguir una familia que la aceptase y de la cual no tendría que depender de oraciones.
Mientras tejía su ropa y la noche había caído, un ruido la sacó de su concentración, tomó la vela que a duras penas proveía luz y siguió aquel sonido, provenía de afuera. Se arriesgó a salir con el frío tremendo y podía escuchar un leve siseo entre la parcelita.
Temía pisar mal y encontrarse con algún animal ponzoñoso, pero lo que encontró la tomó por sorpresa, era la misma serpiente de aquella tarde, enroscada y mirándola como si solamente ella pudiese entenderla.
—Tú no deberías estar aquí —musitó entre dientes Isaura mientras retrocedía, pero la serpiente se desenrosco y parecía perseguirla. Isaura podría gritar pero nadie iría en su ayuda, así que optó por amenazarla con el fuego y esta retrocedía un tanto contrariada.
Isaura corrió al interior de su casa y se subió en la mesa. Posiblemente se quedaría a dormir ahí esperando que aquella criatura no entrase por la puerta. Isaura se hizo bolita tal vez esperando que las horas pasaran rápidamente y con ello evitar el dormir, pero fue imposible.
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Guardiana del Inframundo [Reinos de Oscuridad #2]
Fantasía"Hay secretos que son mejores mantenerlos, a no ser que quieras ser devorado." ' - - - - - - - - - || Primer lugar en el Desafío: Criaturas Mitológicas.