Capítulo 5

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Se dice que cuando el sol se esconde los gatos comienzan aparecer, y nosotros más que un rumor lo convertimos en una tradición.
Seguía sin creer que todo aquello había sido algo real. Tenía que comprobar que mi imaginación no hubiera vuelto a jugar con mi realidad llevada por mis anhelos. Regresé a su casa una semana después y puedo decir que aún siento tan vivida aquella ocasión, después de nuestro primer encuentro.

Ella abrió la puerta y nos miramos detenidamente, aunque ella no me esperaba esa noche su actitud no fue de sorpresa, recargó su cabeza en la puerta, con un rostro tan frágil que hacía juego con su delicada sonrisa, parecía decirme: "sabía que vendrías". De inmediato dio la vuelta en silencio, sin decir una palabra, en una extraña invitación para entrar en la obscuridad de su apartamento. El invierno cristalizaba los ventanales de su estancia, aún así dejaban traspasar la luz azulada de la noche. Quién podría necesitar un poco de luz, cuando la necesidad de nuestra entrega era tan clara.

No tuvimos muchas palabras esa noche, pero nuestros cuerpos hablaron por sí solos.  Caminé tras ella, antes de que diera un paso más, la sujeté por la cintura acercando su espalda a mi pecho y envolviéndola entre mi brazos dando una bocanada del olor a gloria de su cabellera, besé su cuello por detrás y sentí como su cabeza se apoyaba hacía atrás sobre mi hombro al desabotonar su vestido para abrirme paso y apoderarme de sus pechos y masajearlos con mis manos. Todavía recuerdo la fuerza con la que una de sus manos acariciaba mi cabello, mientras mis dedos traviesos se deleitaban apretujando y tirando de sus pezones. En aquel roce de nuestros cuerpos el calor se hizo presente, olvidando el frío que dominaba en el exterior.

Ella no se atrevía a mirarme, parecía tímida ante mi presencia, más no ante mi caricia. Incluso en la obscuridad ella brillaba como nunca, en esa misma penumbra que parecía transformarla y que nos acompañaría aquella y todas las siguientes ocasiones.
Tire de su vestido para dejarlo caer y le permitiera a mi boca recorrer como un insecto ese largo camino curvo desde su oído hasta su hombro; ella tomó mi mano y la guío debajo de su camisola hasta su hermosa frontera...
«Gemiste risueña en el instante en que mis dedos bajaron dibujando círculos en tu ombligo antes de anclarlos en los límites de tu margen, resbalaron en ti con gentileza, para dar paso a la intransigencia de mis movimientos y tu cuerpo pareciendo querer escapar a las caricias de mi mano, adentrándose en ti con furia incontrolable, reclamándote. Giraste tu cara hacia mí, y tu boca y la mía se unieron en un salvaje instinto saciando nuestra sed... Ni siquiera llegamos a tu cuarto.»

Esa noche se entregó a mí, sin dudas ni miedos. Ella tomó su placer y su dolor, y los sació a la luz de la luna llena que envolvía nuestros cuerpos semidesnudos colmados de sed y hambre de caricias, mientras aquel viejo sofá verde de su sala (sobre el que habíamos pasado incontables ocasiones platicando) fue el único testigo de nuestra noche de locura dónde se dejó llevar por mis más ardientes fantasías. La lleve hacía él y cuando quiso voltear hacía a mí no lo permití, no insistió más porque, supongo, pudo sentir mis movimientos detrás de ella cuando desabroché con fiereza mi cinturón y la hebilla resonó en la madera del piso al caer junto con mis pantalones, ella sabía la respuesta a mis acciones, y para confirmarlo se lo susurré mientras mi mano la tomaba del cuello por delante y ella asintió sin ninguna vergüenza.

Sus manos se aferraron al respaldo del sillón cuando se encontró presionada bajo mi peso. Mi pecho y su espalda comenzaron a armonizar un encuentro con cada empuje de mi fortaleza hacia sus caderas. Y yo extrañando las caricias de aquellas palmas me incliné para sostener sus muñecas por encima y también, para así, poderle susurrar palabras fuera de cualquier recato.

Entre jadeos y gemidos nuestros cuerpos temblaban mientras nos poseíamos de rodillas sobre aquél sofá, aún puedo sentir su entrega, el sabor de su piel aceitunada, y su columna curvándose como la cuerda de un arco, en respuesta a su goce.

LOS AMANTES RECURRENTES Donde viven las historias. Descúbrelo ahora