1. Lluvia

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El Hospicio es una enorme catedral erigida a la devoción y al lamento.

A la devoción que nos sostiene cuando no tenemos nada más, que nos da ese motivo para sobrevivir y que nos empuja a tener unas ilusiones y esperanzas que están manipuladas por el sistema; pero que aún así son reales, ya que forman parte de los anhelos de aquellos que viven en Orleans.

Y lamento.
Lamento por todo lo que se desea que no se tiene. Lamento por lo que se tiene y no se desea. Lamento por los que están a nuestro lado pero, sobretodo, por los que no están.

Y como catedral a esos sentimientos profundos, indolentes y regios como aquellas enormes piedras grises y negras que formaban aquel imponente edificio lleno de ventanales, cristaleras, gárgolas, torres y detalles góticos sacados de la imaginación febril de algún genio pasado, el tiempo allí siempre era inclemente.

Más frío.
Más húmedo.
Lluvioso.

¿Cómo podía existir un clima lluvioso en un sector específico en una nave donde todo estaba controlado?

Sencillo.

El Hospicio era el punto medio entre el cielo, donde habitaban los aristócratas, las rosas y sus preciosos jardines y palacios y la caída hacia la oscuridad donde los siervos sobrevivian (que no vivían) entre hongos fluorescentes y adictivos.

Y justo en ese punto medio el clima se rompía para que el mal tiempo traspasase cual cortina de un lugar a otro dejando claro las diferencias.

Esa cortina. Esa nube. Ese limbo. Ese purgatorio era el Hospicio. Nuestro hogar.

Llueve. Un día más.

Ambas estamos sentadas en los fríos escalones de una de las torres del Hospicio. Las clases han acabado y "por suerte" para nosotras hoy sólo hay sido teóricas y mentales. El maltrato o, mejor dicho, entrenamiento de hoy sólo se ha basado en reducir nuestro descanso en este día al mínimo, apenas media hora de sueño, a una ingesta minúscula de alimentos porque el ayuno nos acerca a las enseñanzas de la Mater Espinae, a recitar hasta dejarnos la voz el código, a organizar la biblioteca sosteniendo los libros con los brazos extendidos, más como prueba de resistencia que como medida de orden colectiva, a recitar cantares, a recordar las máximas de las Mater y a saber apuñalar con palabras adecuadas antes que con una espada en las clases especiales de protocolo.

—Toma...

Susurro mientras de entre la túnica de color grisáceo perlado saco una de las no rancias pero casi galletas que nos han dado como parte del único alimento que tomaremos en este día. Puede que incluso en los siguientes, si las profesoras deciden que el ciclo de clases al que vamos a ser sometidas está semana será "La resiliencia de Espinae".

Vega me mira sorprendida, en una extraña mezcla que se basa en el hecho de no saber cuándo he escondido la galleta, cómo no se ha dado cuenta (ya que siempre está atenta de todo detalle), el hambre y la vergüenza de tenerlo.

—No la necesito.

Niega mientras la aparta con su mano.

—Es tuya. Además. —anota.

—He visto que casi se te cae el tomo imperiae que llevabas en la biblioteca. Temblabas.

Respondo sin mirarla, solo a la galleta y con mucho cuidado la pongo sobre un pliegue de su túnica en el escalón donde estamos sentadas, pegadas para tratar de mantener algo más de calor ya que parte del entrenamiento en aquel lugar es fortalecer el cuerpo sin ayudarlo innecesariamente. Las túnicas son finas y nos hacen parecer fantasmas, étereas, creo que eso es parte de lo que asusta tanto a los siervos de los sectores bajos cuando atisban este lugar y quien vivimos en él.

—No temblaba. —trata de excusarse— tan sólo... Fueron los relámpagos, hicieron que todo temblase, los de esta mañana fueron muy fuertes.

Miro delante nuestra, no para de soplar viento y de llover, las gotas llegan a escasos veinte centímetros de nuestra posición.

Vega es de las más listas de la clase, yo creo sin duda que la que más y sin embargo a veces una alcornoque obsecada como yo (como ella suele decirme) puede ver cuando miente en momentos como estos.

—Pues es una lástima. —digo sin mirarla.— Se va a desperdiciar. No puedo comerla.

Vega me mira entre la sorpresa, angustia y recelo

—Creo que hay algo de lo que está hecha que no me sienta bien.

Es una burda mentira, pero Vega siempre dice que si mientes tienes que llegar al final.

Apoyo mi cara sobre las rodillas y la miró de soslayo. Al contrario que mi cabello el de Vega es rubio y termina en una iridiscencia lila que me obnuvila, como quien ve por el rabillo del ojo un arcoiris.

Ella al final coge la galleta sabiendo que no voy a cejar, después de todo soy una absurda obsecada ¿no? Y la muerde.

Miro hacia la lluvia.
Llueve a mares esta mañana y aunque el viento hace que las gotas no estén llegando a nosotras consigue que varias gotas lleguen hasta las mejillas de Vega.

Si. Es la lluvia del exterior la que llega a ella. Nada más.

Acerco mi mano a la suya que está apoyada en la escalera de piedra.

No digo nada.
No hace falta.
Puede que esa galleta no sea una de las rancias que nos han dado esta mañana. Puede que fuera otra clase de galleta. Una por la que alguien hubiera tenido que infiltrarse de noche en las cocinas y alcanzar una de las que serían de ofrenda a la Mater Espinae y su retablo. Hermosos presentes sabrosos que quedarían podridos con el tiempo.

En realidad tampoco eso importa demasiado porque puede que lo único que importa de esa galleta es que sabe a otro día de lluvia. A una última comida con un hermano antes que Vega fuera "lanzada" al zarzal de las espinas.

Aprieto mi mano con la suya.

La lluvia... La lluvia debe saberle a ella a Faetón...

Rigel de Orión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora