Capítulo 22

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22 – Juegos de niños


En el interior del hospital era complicado saber cuándo era de noche o cuándo era de día. Atrapado en aquel minúsculo cuerpo que ahora reconocía como propio, Ash se sentía impotente. Era cierto que le gustaba poder disfrutar de buenos tratos y de un lugar tranquilo y seguro como era el hospital, pero incluso así no podía evitar pensar en todo aquello que había dejado atrás. Su vida pasada, su compañía, sus amigos, Erika...

Ash se obligaba a sí mismo a confiar en las palabras de Leigh. Su buen amigo aseguraba que pronto volverían para ayudar a Erika y al resto; que encontrarían el modo de escapar de aquella extraña trampa a la que el Fabricante les había enviado, pero con cada hora que pasaba, el desánimo iba ganando la batalla. Sí, ciertamente deseaba poder cumplir con el plan de Leigh y regresar a por su querida Cooper, el problema era que, en realidad, no tenía la menor idea de cómo. Carfax debía estar en algún lugar, esperándoles, pero por mucho que los dos muchachos habían intentado hallar el modo de volver, no habían sido capaces. El hospital lo abarcaba absolutamente todo, y aunque intentasen ir más allá de las zonas preparadas para ellos, siempre encontraban puertas cerradas y enfermeros que les cortaban el paso.

Eran sus prisioneros.

A pesar de todo Ash se esforzaba por combatir el desánimo. Si había un modo de regresar a Carfax, ellos lo encontrarían, y lo harían antes de que fuese demasiado tarde.

Hacía mucho tiempo que Ash no dormía tan plácidamente. A lo largo de todos sus años de supervivencia en Carfax podía contar con los dedos de las manos las noches que había logrado descansar plácidamente. Aquellos días habían sido duras jornadas en las que el cansancio había sido tal que ni tan siquiera el instinto de supervivencia había logrado mantenerle alerta. El guardia había dormido profundamente, y tan solo Luther Ember había logrado despertarle. Habían sido, como bien le gustaba decir, grandes noches. A pesar de ello, el recuerdo de aquellas jornadas no se podía asemejar al indescriptible deleite que le producía el poder descansar en aquella suave cama de sábanas blancas. Cada vez que cerraba los ojos el muchacho se sentía caer en los brazos de la madre que jamás había conocido, y como si de un recién nacido se tratase, dormía plácidamente apoyado sobre su pecho, dejando que el ritmo de su corazón marcase el compás de sus sueños. Unos sueños lejanos y embriagadores en los que volvía a ser un hombre cuya existencia se veía al fin completa al ser correspondido por la mujer a la que siempre había amado. La única mujer de su vida. Lamentablemente, como cualquier otro sueño, aquella fantasía no era más que una vida paralela de la que seguramente jamás podría disfrutar y que, por supuesto, tenía final. Un final que, en aquella ocasión, vino dado en forma de sacudida cuando, tras bajar por primera vez de su cama, Leigh acudió a su encuentro.

—¡Ash! —Escuchó que le llamaba—. ¡Vamos Ash! ¡La doctora dice que podemos salir, que podemos dar un paseo! ¡Vamos, abre los ojos! ¡Maldito seas, sé que me estás escuchando!

Ash abrió los ojos con lentitud, deseoso de poder alargar unos cuantos segundos más el dulce sueño. Ante él, esbozando una perturbadora sonrisa tan enigmática como él solo, se hallaba el jovencito que ahora reconocía como su camarada.

—Demonios, ¿qué te pasa? ¿Es que no me has oído? ¡Vamos!

Dado que Ash aún no tenía fuerzas suficientes como para mantenerse en pie, la doctora les trajo una silla de ruedas para poder moverle. Leigh le ayudó a acomodarse, y una vez preparados, con el primero al mando, se lanzaron a los silenciosos y tristes pasadizos del amplio edificio en el que habían sido internados.

Al igual que ellos, había muchos otros chiquillos encerrados en distintas habitaciones. La mayoría de ellos estaban demasiado heridos o conmocionados como para poder pasear libremente, por lo que se mantenían en un discreto segundo plano, aislados tras las puertas de sus habitaciones. Los pocos con los que se cruzaban, en cambio, gozaban de un estado de salud parecido al suyo. Por desgracia, ninguno de sus rostros les resultaba familiar. A pesar de ello, dichosos por al fin haber logrado escapar de la habitación, los muchachos empezaron a moverse por la amplia estructura del hospital en busca de pistas o información que, lamentablemente, nada ni nadie parecía ofrecerles.

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