La Caída de un Gamos (Parte III)

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El rescate 

El lugar estaba sumido en un silencio sibilante, enrumbado por la oscuridad de aquella penumbrosa noche sin estrellas y sin luna, bañado por las densas siluetas de los moradores de aquel laberíntico y cavernoso hueco de la isla de Anticitera.

Shigaraki, Toga y Dabi esperaban silenciosos por la aparición de su madre quien había desaparecido para comprobar si los dioses aún seguían mandando legiones de cuervos o águilas en búsqueda del dios retenido en sus manos.

Dabi alumbraba de vez en cuando la estancia penumbrosa con alguna que otra efímera llamarada, Toga tarareaba algunas canciones infantiles, mientras que Shigaraki estaba apoyado en una de las paredes lisas de aquella cueva, circunspecto e intranquilo.

Podría decirse que faltaba poco para que su plan lograra el objetivo principal por el cual su madre los había reunido: obligar a los dioses a aceptarlos como inmortales y vivir en el Olimpo por el resto de su eternidad.

Shigaraki de solo pensarlo se deleitaba con aquellas fantasías apremiantes de grandes fuentes de vino, de criaturas exóticas yaciendo con él, del reconocimiento de todos aquellos mortales que lo llamaron monstruo y abusaron de él. Faltaba poco para que aquellos que le dijeron débil, asqueroso y pútrida basura, se comieran sus palabras y sufrieran las consecuencias de su ira.

De solo tener en mente las miles de torturas que podría realizarle a sus enemigos cuando fuera un inmortal se le formó en el rostro una pérfida sonrisa al joven de cabellos grises.

— Mha, Mha, ¿En qué estás pensando, Shigaraki-kun?

— No debería ser tu problema lo que esté pensando, Toga — le respondió fastidiado y cortante el joven de ojos cadavéricos.

— Pero estoy aburrida...

— ¿Y a mi que me interesa si lo estás o no? anda a perseguir sapos como lo has hecho los últimos días.

— Mha no tienes que ser tan seco conmigo — soltó en un puchero.

Shigaraki rodó los ojos.

— Me acabas de poner los ojos en blanco, eres muy malo.

— Deja de fastidiar, desquiciada.

— ¡No me digas así! — saltó enfurecida la chica de cabellos crema.

— ¡No me interesa si no te gusta! Eres una maldita desquiciada.

— Que no lo soy — respondió enfurecida Toga.

— Que si lo eres — contraatacó Shigaraki acercándose molesto a ella.

— Que no.

— Que sí.

— ¡Que no!

— ¡Que sí, maldita sea!

— Te he dicho que no, grandísimo tonto — respondió Toga al borde de la molestia, tomando entre sus dedos el mango de la navaja de oricalco.

Pero antes de que ambos pudieran hacer algo, una gruesa cortina de fuego azul pasó por delante de sus narices, lo cual los hizo echarse para atrás de un salto.

Aquella gruesa cortina atravesó la lisa pared de la cueva hasta convertirla nada más que en un gelatinoso y derretido pedazo de magma que cayó laxo en el suelo. Cuando la cortina se detuvo, el amplio portal rodeado del ennegrecido olor a quemado dejó a la vista la fuerza de su portador.

Dabi llevaba una mueca de pocos amigos y el rictus fruncido.

— De verdad que ustedes dos son una piedra en el culo.

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