Mañana es el gran día

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El beso era lento y delicado, como si cualquiera de las partes pudiese romperse de hacerlo más intenso. Aun así, Duncan siempre sentía como si se derritiese cuando Eleanor le besaba. Empezaba con un cosquilleo en la boca del estómago que acababa extendiéndose por todo su cuerpo y podía notar un hormigueo en sus piernas, amenazando con fallarle.

Ella se apartó primero y él se quedó con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Una suave caricia en su mejilla, donde una barba incipiente comenzaba ya a raspar, le hizo volver a la realidad.

— ¿Vendrás mañana a desayunar? —Duncan asintió despacio y sonrió un poco.

— Ya sabes que sí, Elle —respondió, todavía con el hormigueo del beso por todo su cuerpo. Se agachó un poco y besó su mejilla, cerca de la comisura de sus labios—. Además, Santhe no me lo perdonaría —bromeó, riendo por lo bajo.

Eleanor tenía una hermana pequeña, Santhe, seis años menor que Elle, quien adoraba a Duncan como si fuese un héroe. De pequeña, incluso creía que él era parte de la familia y no un amigo más. Duncan y Eleanor solían bromear entre sí diciendo que la niña había acertado.

Casi había anochecido mientras compartían un pequeño momento a solas en la parte trasera del granero, ocultos a cualquier mirada indiscreta salvo, quizá, las de los gatos que comenzaban su caza de pequeños roedores.

En el Distrito 10 era un secreto a voces que Eleanor y Duncan estaban juntos y tanto los Pithill como los Greenheart lo veían con buenos ojos, ambas familias eran cercanas desde mucho antes de que ellos naciesen.

Los dos se habían criado juntos y, desde hacía unos tres años, su relación iba más allá de la amistad. Pese a ello, habían acordado ir despacio y tenían una promesa: cuando ambos pasasen su última cosecha, se casarían. Eleanor ya no participaría, tenía 19 y el año pasado habían festejado con alivio que nunca hubiese salido su nombre, pero Duncan todavía participaría una vez más. Mañana. Y cuando su nombre no saliese, podría por fin pedir la mano de Eleanor.

Le ofreció el brazo para que pudiese caminar con más facilidad al ir apoyada en él y caminaron despacio hasta el porche de la casa de los Pithill. Allí Duncan se inclinó y le besó la mano.

— Intenta descansar, mi amor. Mañana será un buen día —acompañó la premisa con una enorme sonrisa, de esas que siempre habían hecho sonrojar a Eleanor antes de estar juntos. Mañana tendrían suerte.

Después de que ella entrase, Duncan salió al camino a paso algo más rápido y recorrió los casi 60 metros que separaban el rancho de los Pithill del hogar de los Greenheart. Nada más entrar se quitó el sombrero y lo colgó en el perchero. Ahora sus mechones negros como el carbón despuntaban en varias direcciones.

— Ya estoy en casa —anunció, con su estómago gruñendo al reconocer el olor del estofado de su madre. Dejó también la chaqueta en el perchero y se quitó las botas, haciendo sonar un pequeño tintineo metálico proveniente de las espuelas.

La voz de su madre le recibió desde la cocina.

— Llegas un poco tarde —reprendió la mujer, en un tono de regañina pero con una sonrisa.

— Lo siento, madre. He estado ayudando en el rancho y se me ha ido la hora —Duncan entró en la cocina alegre y se acercó a su madre, quien removía la olla—. Tiene una pinta estupenda, como siempre.

Ella rió y le dio un pequeño golpe con el paño.

— No seas tan zalamero y pon la mesa, todavía no está listo —dio un par de golpecitos en el borde de la olla para sacudir la cuchara de palo y puso la tapa—. Te da tiempo a asearte también, que me vienes oliendo a cuadra.

Como ResesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora