Absolutamente indefensa

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(Una, dos... tres).

 La fiesta de cumpleaños se tiñe de luto. 

 El domingo por la noche Lucía baila con desenfado y a un ritmo que sólo provocan sus angelicales 17 años cumplidos. Los vecinos de Taco Ralo departen felices.

 No imaginan que en unas horas declararán horrorizados. 

 Sí, dirán que los vieron bailando con embeleso, que fue un ¨largo rato¨, que se veían tan felices. Que Jefferson en ningún momento discutió con ella. 

 No en público. No cuando se mantiene en el bolsillo trasero del pantalón un puñal con el destino tatuado desde el mango hasta la punta. 

 (Cuatro; cinco, seis. Siete). 

 
Pero ya pasan de las 10 y la tía Marta viene a recoger a su hija Clau y a Lucia, quien le toma del brazo para enfilarse tranquilamente rumbo a casa. 

 Sucede de improviso: al llegar a la esquina de Santa Fe casi Boulevard Norte, Jefferson les sorprende por detrás. 

 No dice nada. Su rostro no es sino el umbral del mismo infierno. De sus pupilas emerguen lenguetazos de las llamas en las que se regocija el demonio. Ni una palabra. 

 
Sólo asesta un cuchillazo al cuello. Lucia, herida, cae. Su prima intenta una vana defensa. 

 
“Estaba como loco, no lo podíamos parar”, dirá una vez superada la crisis y revisando sus heridas en la mano.

 
(Ocho... nueve-diez. O-n-c-e).

 
El joven empuja y tira a la tía. El pánico se apodera de ellas. Escapan. 

(Doce, 13. 14. Quince...)

Lucia queda absolutamente indefensa. Y Jefferson es sólo ira.

 
Aprovecha. Ataca con sádica furia a su ex novia. Las puñaladas no siguen lógica alguna. Lo mismo destrozan el rostro, abren el cuello, penetran el abdomen, rasgan el tórax... 

 
Nadie se acerca. Está fuera de sí: comienza a cortarla en pedacitos. El ataque es demencial. 

 
(Diesciseis; diescisiete, diesciocho...) 

 
Y dos más: 19 y 20. Veinte puñaladas, 20 cortes furiosos. Veinte. 

 
Y huye. 

 
Las ambulancias con su ulular incesante llegarán a tiempo para encontrarla viva, pero da su último aliento kilómetros arriba, en el camino hacia el hospital Madrid. 

 
Jefferson corre con la misma velocidad con la que Judas lo hizo y encuentra, acaso siempre lo tuvo localizado, ese árbol a menos de 400 metros de su propia casa. Ahí se ahorcará con un alambre.

 
Los vecinos asegurarán que estaba obsesionado con la joven. “No quería por nada del mundo dejar de salir con ella”.

 
Paula Herranz, de 50 años, madre de Lucia, está desolada. Las lágrimas no cesan. Pero lo peor es el presentimiento. Asegura que ella sabía que en algún momento su hija sería víctima de Jefferson. “Hace dos semanas este tipo cortó la luz de mi casa, se metió por la fuerza y la agarró a mi hija en la habitación. Cuando yo llegué, salió corriendo y se escondió. Fui a hacer la denuncia en la comisaría, pero parece que no me creyeron. Ahora la tengo en un ataúd”. 

 
Papá sigue conmocionado. Su boca no vierte palabra alguna. 

 
Era una chica excelente¨, ¨incapaz de alguna maldad¨, se irá heredando la leyenda de la joven a la que un hombre acosaba todo el día, la celaba, no la dejaba libre y la mató tras una fiesta de cumpleaños.

Es Jefferson Roque. Y hoy cuelga de este árbol, apenas sostenido por un oxidado trozo de alambre. En sus ojos alguna vez se entrometió el infierno.

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